Todas las políticas, orientadas al empleo
Hace mucho tiempo que el desempleo es el principal problema económico y social de España. Si ya era grave cuando en 2006 alcanzaba al 8,5% de los activos, debe considerarse dramático ahora, cuando más del 23% de los activos, casi uno de cada cuatro, no tienen ocupación. El paro en España es un fenómeno que no resiste comparación con ningún otro país de Europa y que esconde condiciones laborales atípicas que lo encubren o lo magnifican. Países con crisis económicas más graves que la española, como Grecia o Portugal, no soportan tasas tan elevadas de desempleo y ningún otro país ha igualado a España cuando en crisis anteriores su desempleo se acercaba también al 25% de los activos.
Sobre la interpretación de tan descomunales cifras en España hay versiones bien diferenciadas que se mueven entre la justificación cómoda de la existencia de generosas bolsas de economía sumergida, que estarían encubriendo como parada población con empleo, o la más arriesgada, que imputa esta anomalía a la existencia de una legislación laboral muy rígida que desincentiva la contratación. Sea válida cualquiera de ellas, lo cierto es que España ha viajado dos veces desde que tiene abierto al mercado su economía a valores de vértigo en el desempleo, y solo una vez, en los últimos años del ciclo alcista previo a esta crisis, se ha acercado a estándares europeos de paro, inferiores al 10%.
La longevidad de procesos críticos como el actual, en la que los excesos de endeudamiento, las dificultades del sistema financiero y desequilibrio de las cuentas públicas adelgazan el crecimiento hasta valores que no activan el empleo o ni siquiera absorben el avance de la población activa, generan infinidad de preguntas en los actores económicos y los Gobiernos, porque no hay más fracaso político, económico y social que no encontrar salida a cifras vergonzantes de parados, mayoritariamente jóvenes.
Además, ahora como en el pasado, la necesidad de estabilizar las cuentas públicas para recuperar la credibilidad de la economía y lograr una reducción consistente en el coste de la financiación impide atender con subsidios y prestaciones contributivas a todo el colectivo de desempleados. Y eso provoca que hoy, con más de cinco millones de desempleados reconocidos por la estadística oficial, dos millones largos de personas carezcan de renta pública de protección. Nada menos que cuatro de cada diez parados sin ningún tipo de auxilio y que deben ser socorridos por las ayudas familiares (mecanismo muy extendido en los países católicos) o por la explicación, cuando menos discutible, de la economía sumergida.
Este Gobierno ahora y el anterior en ejercicios pasados han optado por no tocar estructuralmente los derechos a prestación y subsidio de los desempleados, sino que incluso los han incrementado para soportar una crisis que no han provocado y de la que son las más vulnerables víctimas.
Pero independientemente de cuál sea el curso que tome la crisis en el futuro y el desempeño del mercado de trabajo recién reformado en sus aspectos capitales, España debe afrontar también una reforma de todas las políticas activas y pasivas de empleo. Está demostrado que de forma recurrente los desempleados tienden a interpretar la prestación como un derecho económico generado por una carrera de cotización, que no conlleva la obligación de buscar un empleo ulterior o formarse para él. Y esa interpretación del sistema de protección lo convierte, en muchos casos, en un instrumento que obstaculiza la búsqueda de empleo y el abaratamiento del factor trabajo.
El seguro y el subsidio de paro es hoy prácticamente, tras las pensiones, la primera partida de gasto público estatal, con una cuantía muy similar al coste de la hipoteca (la deuda), y absorbe casi un 3% del PIB. Una circunstancia que tiene explicación en una situación de excepcionalidad como la actual, pero que no puede prolongarse en el tiempo, porque carece de toda lógica económica gastar más recursos en desempleo que en educación o en sanidad. Por tanto, toca remover todos los obstáculos existentes a la generación de empleo y premiar las iniciativas destinadas a crear trabajo, puesto que, como en el ciclo pasado, debe convertirse en uno de los principales dinamizadores del crecimiento económico, además de ser el mejor redistribuidor de la renta y la riqueza generadas.