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Tribuna
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Lecciones de los piratas

Las tripulaciones de los barcos piratas que infestaban las costas americanas durante las primeras décadas del siglo XVIII disfrutaban de privilegios democráticos que los bisabuelos de nuestros bisabuelos tardaron doscientos años más en ver en España. Entre otros, tomaban las decisiones por sufragio universal. Dar con un capitán déspota era algo que aterraba a los piratas, por lo que se reservaban el derecho de elegirlos, y cesarlos, democráticamente. El capitán pirata solo disponía de poderes autocráticos en combate y durante la persecución de sus presas. El resto del tiempo, era uno más; parecido botín, mismo rancho y mismo lugar para dormir. También, y por si acaso la amenaza democrática no era suficiente, los piratas establecieron una proto-separación de poderes. La administración de justicia recaía en una persona distinta del capitán.

La democracia imperante en las tripulaciones piratas era, de hecho, uno de los atractivos de la ocupación. Especialmente para los marinos mercantes, profesión de la que procedían buena parte de los futuros piratas, que cambiaban una vida en el lado bueno de la ley por otra en la que el riesgo de sufrir una muerte prematura -generalmente con una cuerda anudada al cuello- era sustancial. También les animaba, claro está, una paga que multiplicaba por cien veces la de un honrado marinero mercante. Estas y otras cosas pueden leerse en The Invisible Hook (Princeton, 2009), un interesantísimo ensayo de Peter T. Leeson.

La paradoja de la piratería reside en que la vida en los barcos mercantes, llenos de personas temerosas de Dios y cumplidoras de la ley, era notablemente peor para los marineros que en los barcos piratas, tripulados por gentes que no dudaban en matar a quien les ofreciera resistencia. Los capitanes de la marina mercante de la que huían los candidatos a pirata eran despóticos y arbitrarios, mientras que los capitanes piratas -delincuentes endurecidos que hubieran acobardado a un asesino a sueldo checheno- no podían serlo. Si lo eran, acababan fregando la cubierta o de aperitivo para tiburones. La paradoja la explican los incentivos.

El comercio marítimo era una empresa arriesgada. Los barcos mercantes eran propiedad de potentados que preferían quedarse en tierra a compartir la vida en el mar. Debían recurrir a un capitán que velara por sus intereses y que extrajera el máximo retorno del viaje y el máximo esfuerzo de los marineros. Para asegurarse de ello, entregaban al capitán participaciones en el capital. Los incentivos de los propietarios y los marineros estaban desalineados; a los marineros solo les iba en el envite una paga miserable. Los propietarios necesitaban a alguien que asegurara que los marineros actuaban en su interés. Por eso los capitanes eran tan duros. Por el contrario, los marineros piratas no tenían ningún incentivo a la pereza; la propiedad del barco era común y el botín era repartido equitativamente, y por una persona distinta del capitán. En los barcos piratas todos los incentivos estaban alineados. No existía ninguna necesidad de capitanes autocráticos. Por eso no lo eran.

Lo interesante del caso es ver cómo una estructura de incentivos equivocada puede generar efectos tan perversos como en la marina mercante del XVIII. Y al revés. Estirando al extremo la analogía, me atrevería a afirmar que el creciente y preocupante descrédito al que se enfrentan los sindicatos españoles -tal y como pone de manifiesto la evolución de los datos que aparecen en el Eurobarómetro- tiene un origen similar al que provocaba la deserción de los marineros mercantes. Un problema de incentivos. Existe cierta percepción entre la ciudadanía de que los sindicatos defienden los intereses de una minoría frente al interés general. De que no existe un alineamiento claro entre sus intereses y los de la sociedad española en su conjunto. Quizá sería un buen momento para que ellos y quienes les financian reflexionaran acerca de su estructura de incentivos, olvidándose de envoltorios estéticos y asegurando que los objetivos, explícitos e implícitos, que persiguen coinciden con los del conjunto del país en un momento tan dramático para la sociedad española. Y este objetivo no puede ser otro que la reducción a toda costa del desempleo y la búsqueda de soluciones que permitan reducir el paro estructural, endémico en nuestro país. De otro modo se arriesgan a que la masiva deserción de simpatía que vienen sufriendo en los últimos años les condene a la irrelevancia. Y eso, a mi modo de ver, sería una pena.

Ramón Pueyo Viñuales. Economista

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