Rescatar Grecia sin olvidar su soberanía
Los viejos atenienses acuñaron la máxima de que para saber mandar es imprescindible haber aprendido a obedecer. Una verdad aparentemente sencilla, pero que explica las razones últimas de buena parte de las ineficiencias, conflictos y anomalías que socavan el normal funcionamiento de sociedades, instituciones y Gobiernos. La larga lista de incumplimientos que Atenas ha protagonizado desde que comenzó la crisis sitúa la disciplina -o mejor aún, la falta de ella- como el gran punto flaco de una sociedad que ha perdido el respeto de sus socios europeos, pero también la confianza en sí misma y en su clase dirigente. Una casta política que ha desobedecido tantas veces sus compromisos y ha roto tan a menudo las reglas del juego en las relaciones con sus vecinos que resulta inevitable preguntarse si está capacitada para guiar con buen pulso el difícil futuro de Grecia.
Esa es precisamente la gran duda que Europa proyecta sobre Atenas al inicio del segundo rescate, con el que se pretende alejar al país de una posible bancarrota y de las imprevisibles consecuencias que esta traería consigo. La troika internacional -CE, FMI y BCE- que tutela el cumplimiento del calendario de medidas de ajuste en Grecia ha mostrado su preocupación por las consecuencias que pueden tener las elecciones del próximo mes de mayo en el país. El descontento social y la creciente polarización política refleja en las encuestas una caída de la intención de voto hacia los dos grandes partidos y un trasvase de confianza a posiciones más radicalizadas, tanto de izquierda como de derecha. La posibilidad de que esas formaciones -visceralmente contrarias a las medidas de ajuste- lleguen al poder preocupa especialmente a la zona euro y al FMI. Tampoco convence la opción conservadora de Antonis Samaras, líder de Nueva Democracia, dada su negativa al primer rescate y la aceptación a regañadientes del segundo.
En el hipotético tablero de ajedrez de la troika, el escenario ideal pasa por un Gobierno de gran coalición tutelado a ser posible por un tecnócrata como Lucas Papademos, quien se ha ganado la confianza de las instituciones e inversores internacionales. Es también la solución por la que apuesta la élite empresarial griega, que teme un retroceso en el plan de ajuste y con él una cancelación del rescate que lleve a Atenas a la bancarrota y al caos social. Todos ellos son temores razonables, fruto de la desgastante inestabilidad de un país que no solo necesita una solución económica, sino también una profunda regeneración política. Pero ni la troika ni los mercados deben olvidar que Grecia, hoy por hoy, sigue siendo un Estado soberano. Y que el respeto exquisito a la soberanía nacional de un país -tanto en el fondo como en las formas- constituye un valor fundamental no solo para la estabilidad política y la paz social de este, sino también para las de sus vecinos.