¿Arco iris o tornado?
Transcurrido un año del estallido de la 'primavera árabe', el autor repasa la situación en el norte de África y Oriente Medio, en un momento en el que Irán y Siria han agravado el complejo escenario internacional.
Hace un año se contemplaba con más que generalizada satisfacción y considerable alivio la caída del régimen de Hosni Mubarak (esperpénticamente juzgado en camilla enjaulada) en Egipto. Se advertía ya entonces de las dificultades del norte de África y Oriente Medio para que la llamada primavera árabe cristalizara en una pacífica transición desde el autoritarismo y la corrupción a la democracia y el desarrollo económico y social. Pero prácticamente nadie en Occidente y numerosas capitales de la zona se arrepentían del apoyo que el proceso egipcio había recibido, al igual que la actitud ante la revolución del jazmín en el Túnez de Ben Alí, y lo que se venía encima en Libia. Mucho (o poco, según) ha cambiado en ese arco amplio que va desde Rabat a Ankara y que se extiende hasta Kabul y Teherán.
Entonces, los regímenes bajo advertencia eran el jordano y el marroquí, monarquías consideradas como moderadas y necesarias para la estabilidad de sus respectivas zonas de influencia, una en las cercanías del explosivo escenario israelí y el otro en la puerta de entrada occidental del Mediterráneo. Pocos observadores hablaban del gigante saudí, pues se consideraba que su poderío petrolero era argumento suficiente para que todo continuara igual. El cambio en la zona del Golfo es todavía incierto, después de la salida de Saleh en Yemen, tensiones en Bahréin y una cierta esperanza de futuro para que el ejemplo de abandono pacífico cundiera. Pero una serie de acontecimientos, que no estaban en el guion, salieron a la superficie con alarmantes síntomas. El panorama, en lugar de mejorar, empeoraría en términos de violencia, resistencia al cambio y pobreza endémica.
El final cruento de Gadafi, atrapado y linchado en televisión casi en directo, y su entierro de incógnito fue una advertencia de lo que vendría después para incomodidad de las potencias europeas y Estados Unidos, donde sus centros de inteligencia ya habían señalado la precariedad del proceso de cambio. En el escenario israelí, que se habían mantenido con cierta estabilidad gracias a la cooperación de El Cairo, que recibía tanta ayuda militar como Tel Aviv, las alarmas se dispararon cuando el Gobierno palestino decidió acudir al foro de Naciones Unidas, demandando su ingreso, a sabiendas de que se enfrentaría a Washington y provocaría a Israel a acrecentar su intolerancia. Ni a Jordania, preocupado su monarca Abdullah II en apuntalar la imagen liberal que ha tratado de conseguir desde que heredó el trono de su padre Hussein, ni al troceado Líbano les convenían mayor tensión. Pero se consideró que se podía amaestrar ese nuevo esfuerzo palestino mediante vagas promesas. La tozudez de Netanyahu y su arrogante actitud ante Obama no hacían presagiar buenos augurios.
El siguiente golpe sonoro lo dio, como se temía, Irán, al confirmar su rechazo a las demandas de inspección y abandono de sus proyectos de energía nuclear, de la que se sospecha tendría uso bélico. A no ser que Londres, París y Washington se mostraran exitosos con Teherán, Israel estaría dispuesto a bombardear directamente los núcleos de capacidad nuclear. Estados Unidos e Irán seguían intrahistóricamente enfrentados por un doble motivo. El régimen de los ayatolás nunca le ha podido perdonar a Washington el largo apoyo que prestó al sha. En Washington todavía escuece la humillación de la toma de la Embajada norteamericana, que contribuyó significativamente a limitar la presidencia de Carter a un solo mandato. Ambas partes se han reservado la oportunidad de abofetear a la otra.
Ahmadineyad ha aprovechado recientemente la oportunista alianza con Chávez para incordiar a Estados Unidos en su patio trasero, con escalas en Caracas, Quito y La Habana. Sin embargo, en cierta manera, esta maniobra no ha incomodado a Washington, ya que no está claro si el líder iraní tiene una política bien diseñada o si actúa mirando de reojo a sus jefes, ante los cuales debe presumir de un protagonismo mundial. Igual puede decirse de la bravata de taponar el estrecho de Ormuz, perspectiva a la que Estados Unidos respondería excepcionalmente con la fuerza. Sería el único caso en que Obama acudiría a ese extremo, en un año en el que le conviene la estabilidad ante las elecciones. Además, el cierre del estrecho representaría a Teherán la ruina económica, al perder los beneficios de la exportación del petróleo. Además, la amenaza ha provocado ya la advertencia de Arabia Saudí para armarse de forma similar. El terror que esta hipótesis ha provocado en Washington es impresionante.
En este escenario complejo, otro protagonista incómodo y un factor social se han apoderado de la atención mundial. Siria, que tenía desde la estallido de la primavera todas las características de ser la siguiente ficha del dominó del cambio, se convirtió en objeto insoslayable de preocupación cuando las protestas internas derivaron en la represión sistemática del régimen de El Assad y la degeneración de una guerra civil asimétrica que se asemejaba a la experiencia libia. El factor adicional ha sido el predecible surgimiento del islamismo como fuerza política de la transición en algunos países que ya han experimentado un cambio (Túnez, Egipto) y en otros en los se predice que será un agente insustituible del panorama político. Lo que está por ver es si ese islamismo congeniará con las expectativas democratizadoras que las capitales de Europa y Washington anhelan.
Sin que los referidos dramáticos acontecimientos deban impactar directamente a un país al final del arco, lo cierto es que Turquía es un punto de referencia y necesario actor por activa y por pasiva. Ankara necesita, debido a su más que dudoso ingreso en la Unión Europea, explorar terrenos sustitutivos para adquirir un papel regional. Erdogan se ha esforzado en presentar en la zona el modelo turco, con la posible adaptación de la ideología de su partido de inclinación islamista al modelo de la democracia cristiana europea, como una solución para los regímenes que están buscando su propio compromiso político-religioso. Aunque azuzado por problemas internos, entre ellos el sempiterno reto kurdo y el todavía no resuelto enfrentamiento con los militares que se resisten a modificar el guion de Ataturk, el líder turco se enfrenta al dilema de mirar al otro lado de la verja el desarrollo de la crisis siria u ofrecer su intervención. Mientras tanto, Rusia y China tratan de encontrar un tema de desacuerdo con Washington, que se espera que solamente sean sendos brindis al sol, nostalgia de la guerra fría, ya que ni a Moscú ni a Pekín les beneficia la desestabilización de la macrorregión que limita con Afganistán.
Joaquín Roy. Catedrático Jean Monnet y Director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami