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Tribuna
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Retos (y temores) ante el nuevo acceso a la abogacía

El pasado 3 de junio, el Consejo de Ministros aprobó el reglamento de la Ley 34/2006, de 30 de octubre, de Acceso a las Profesiones de Abogado y Procurador. Esta norma exige para el ejercicio profesional de la abogacía y la procura que los recién licenciados hayan superado un periodo de formación especializada, un periodo de prácticas y una prueba de evaluación.

Es significativo que hasta ahora no haya existido en España norma alguna que regulara el acceso a la profesión de abogado, siendo suficiente estar en posesión del título académico de licenciado en Derecho para poder ejercerla. Pocos detractores debería tener este nuevo modelo, que supone un paso importante en la homologación y cualificación de nuestros futuros profesionales del Derecho.

Sin embargo, está todo por ver. Hay temor pero también hay esperanza. Hay temor a que el nuevo modelo no sirva más que para que proliferen los ya numerosos cursos y másteres en el ámbito jurídico. Hay temor a que, habiéndose dado contenido a un vacío normativo, todo quede como en la película El Gatopardo, en la que había que cambiarlo todo para que no cambiase nada. Y sobre todo, temor a que el objetivo que persigue el nuevo modelo de mejorar la calidad de la profesión a la larga no se consiga.

Sin embargo, de momento no se puede exigir más a quienes han hecho posible esta nueva norma, bien recibida por el colectivo docente y profesional. Ahora son tres los motores que deben ponerse en marcha para dotar de sustancia al nuevo patrón de acceso: las universidades y escuelas de práctica jurídica, los despachos profesionales e instituciones donde se han de realizar las prácticas externas y los propios candidatos a ejercer una de las profesiones más antiguas del mundo.

A las escuelas de práctica jurídica y a las universidades corresponde ahora diseñar los cursos de formación. La norma exige instrucción en materia de deontología profesional, buena praxis y ética y en las habilidades accesorias para su práctica -expresión y comunicación oral y escrita, idiomas, negociación estratégica, intermediación, manejo de tecnología, etc. El contenido del programa es ambicioso (el papel sigue siendo el material más resistente) y el gran reto para estas instituciones educativas pivotará sobre su capacidad real para impartir una enseñanza especializada, moderna, práctica y de calidad. Mi esperanza es que los nuevos requisitos formativos no lleguen nunca a transformarse en más de lo mismo. Lamentablemente, los recién licenciados han soportado demasiadas clases en las que más que recibir una verdadera formación jurídica se les informa (y a veces soporíferamente) sobre la materia. En el nuevo marco, las prácticas externas se desarrollarán en juzgados o tribunales, sociedades, despachos profesionales de abogados o procuradores y departamentos jurídicos o de recursos humanos de Administraciones públicas, instituciones oficiales o de empresas. Mi esperanza es que todos ellos se arremanguen y se impliquen de verdad en la tarea encomendada; pero no desplegando esa vaga tutela a la que se refiere la norma (y que inevitablemente asocio a la rancia pasantía) sino poniendo de manifiesto de verdad, no de cara a la galería, su más firme compromiso en las enseñanzas prácticas de nuestra profesión. Enseñar a nuestros jóvenes valores a pensar como un abogado constituye un deber para los que ya lo somos.

Finalmente, los verdaderos protagonistas de esta historia son los futuros abogados. Esta profesión no es fácil, como no lo es ninguna y, como casi todas, tiene sus peculiaridades: dedicación impenitente, formación continua y unas buenas dosis de pragmatismo. Saber Derecho es tan importante como saber aplicar adecuadamente los conocimientos jurídicos adquiridos. Pensar mucho sirve de poco a un abogado si no sabe cristalizar el problema. Aspirar a la excelencia es quimérico cuando el asesoramiento no es claro. Y la noble ambición de un desarrollo profesional integral poco cuenta sin la tenacidad del letrado. No es fácil. Pero ahí están los retos.

He ejercido mi profesión de abogado durante muchos años en una firma internacional de reconocido prestigio y soy perfectamente consciente de las habituales carencias de nuestros licenciados españoles. Soy igualmente consciente de las sumas y esfuerzos que comprometen las grandes firmas de abogados para captar, formar y retener el talento profesional que necesitan. Y por ello tengo el pleno convencimiento de que el buen profesional se hace de la mano de otros buenos profesionales comprometidos en su formación.

En el esfuerzo y en el buen hacer de unos y otros radica mi sueño de una abogacía española de calidad. Y este nuevo modelo de acceso a nuestra profesión brinda magníficas oportunidades para su realización.

José Antonio Arcila. Abogado joseantonio@arcila-abogados.es

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