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Tribuna
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Una recapitalización dual del sector bancario

Estamos a la espera de la concreción definitiva de un importante decreto sobre la recapitalización del sector bancario español. Ante el reconocimiento de que existe un cierto grado de desconfianza sobre la solvencia y viabilidad de las entidades de depósito, el Ejecutivo ha escogido una vía directa para convencer a mercados e inversores: elevar los requerimientos de solvencia y adelantar, en alguna medida, el endurecimiento de la normativa que, en torno a Basilea III, se implementará de forma progresiva en otros países hasta 2019. Hasta aquí, todo parece razonable, en la medida en que, justo o no, ofrecer más capital como soporte de las inversiones puede conferir la ansiada estabilidad y confianza que busca nuestro sector bancario. Sin embargo, la reforma regulatoria en ciernes, que probablemente se aplicará con carácter inminente, no está exenta de riesgos.

Uno de los aspectos más controvertidos es el establecimiento de un sistema dual de exigencias de recursos propios. Aunque el nivel mínimo exigido de core capital se eleva al 8%, para aquellas entidades que no coticen en Bolsa o no tengan una representación significativa de inversores privados en el capital y, a la vez, dependan en más del 20% de sus activos ponderados por el riesgo de la financiación mayorista será preciso cumplir con un nivel de entre el 9% y el 10%. El principio que inspira esta reforma es que existe una cierta infravaloración externa de las entidades financieras que es preciso -justa o no- asumir.

Exigir un requerimiento de capital distinto para determinadas entidades puede encerrar peligros, que sería muy conveniente tener en cuenta a la hora de concretar esta reforma. En primer lugar, si se exige una mayor ratio de capital a entidades como las cajas de ahorro el mercado entenderá que éstas tienen, sin distinción, mayores problemas y que no importa el plazo para el cumplimiento, este capital será necesario hoy. Es una señalización exógena, artificial y poco precisa de la viabilidad de estas entidades. En segundo lugar, la medida puede adolecer, tal y como está formulada, del clásico defecto de acometer un objetivo con dos instrumentos. Hasta tal punto de que es posible que se confunda el objetivo último. Si el objetivo es la solvencia, el requerimiento mínimo, el que marca la tranquilidad, debe ser común. Eso sí, si el objetivo es transformar la estructura de propiedad de determinadas entidades, entonces tal vez hubiera sido necesario orientar hacia ahí el debate, con la participación de todas las partes. En tercer lugar, este sistema dual de requerimientos de solvencia se solapa con un proceso de fuerte reestructuración en ciernes que está exigiendo importantes sacrificios y transformaciones a las cajas y que obliga a las mismas a cambiar estos planes de forma contingente y precipitada. Asimismo, crea claras desventajas competitivas para las entidades que tengan que hacer frente a mayores exigencias regulatorias de recursos propios, algo no deseable en un contexto competitivo.

Aun cuando el objetivo primordial de infundir confianza sea compartido, podrían reordenarse las prioridades de otro modo. La prioridad fundamental, en mi opinión, es -más que exigir de forma diferenciada distintos niveles de solvencia- aclarar de forma contundente y entidad a entidad la exposición inmobiliaria y la pérdida esperada por el deterioro de activos, algo que resulta sorprendente que no se haya aclarado del todo, hasta tal punto que a las entidades se les va a exigir una auditoría externa para contrastar la información aportada hasta la fecha. Segundo, una vez que estas dudas estén solventadas, sería conveniente actuar con los instrumentos disponibles a tal efecto y previstos en el FROB para resolver el problema del deterioro de activos y sus efectos sobre la solvencia y viabilidad de cada entidad bancaria.

El FROB, con la normativa actual, ya prevé cambios potenciales de gobernanza y estructura de propiedad de las entidades por problemas de solvencia pero no fija requerimientos de solvencia distintos para propiciar una determinada naturaleza jurídica y configuración societaria. Resuelto este problema, el establecimiento de un objetivo de solvencia elevado y común a las entidades puede contribuir a la estabilidad a largo plazo del sistema.

Santiago Carbó Valverde. Director de Estudios Financieros de Funcas

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