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Tribuna
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El éxito de las autonomías

El expresidente Aznar ha dado carta de naturaleza a una idea, más bien una sensación, que parece compartir mucha gente: la necesidad de reformar el Estado autonómico para corregir algunos de sus excesos. En una versión más moderada del mismo propósito revisionista trabaja también el Gobierno, según se ha anunciado.

La popularidad de estas posturas es comprensible. Todos conocemos excesos, despilfarros y folclorismos varios en el ámbito autonómico que, en estos tiempos de severas restricciones presupuestarias, ofenden la sensibilidad ciudadana. Sin embargo, se trata de una idea menos razonable de lo que parece.

Sugerir cualquier proceso de recentralización o rescate de competencias desde las comunidades autónomas hacia el Gobierno central como una de las soluciones para atajar la crisis económica implica dar por descontado que un Estado más centralizado es un gestor más eficiente. Pero en España resultaría difícil encontrar algún ejemplo histórico que confirmara dicha suposición.

Por otro lado, si una de las causas de la crisis fuese la excesiva fragmentación autonómica que se denuncia, quedaría por explicar cómo ha sido posible entonces que nuestro país haya tenido su época de mayor prosperidad y estabilidad económica en varios siglos precisamente en el periodo en que se ha realizado la compleja tarea de construir uno de los estados más descentralizados de Europa.

No parece que el modelo autonómico sea incompatible con el crecimiento económico y el bienestar social. Quien tenga edad y memoria suficiente puede detenerse a comparar la dimensión del cambio dado por muchos territorios de España en los últimos treinta años, desde Aragón a Extremadura, para llegar a la conclusión de que el factor común más relevante de dicho progreso ha sido la acción de unas administraciones regionales que han trabajado activamente por incrementar la calidad de vida, los equipamientos públicos y la competitividad territorial.

Por otro lado, es también discutible que no existan suficientes mecanismos coercitivos o cooperativos para garantizar el funcionamiento del Estado, sea en el imprescindible control del gasto público, la armonización administrativa o la cobertura sanitaria de los ciudadanos. Otra cosa distinta es que ni se hayan empleado todos los recursos normativos existentes, ni haya habido el consenso político suficiente, ni se haya hecho el esfuerzo preciso para desarrollar la cultura de cooperación regional necesaria en cualquier fórmula federal.

Todo ello sin perjuicio de que se corrijan efectivamente todos los solapamientos, cantonalismos e ineficiencias acumulados en tres décadas de construcción autonómica. Y no estaría mal incluir en esa revisión a la propia Administración central. Porque basta con pasear por Madrid con ojos de recién llegado para sorprenderse del persistente número de agencias, institutos y direcciones generales con nombres que ni Larra habría imaginado en sus pesadillas.

El mundo ha cambiado mucho desde que se inició el proceso autonómico. Y va a seguir cambiando. El modelo autonómico no puede permanecer ajeno a ello. Pero es probable que resultara más práctico proponer un modelo de gestión estratégica -basada en principios permanentes y grandes objetivos, pero flexible y en continua mejora respecto a los instrumentos para conseguirlos- que abrir una interminable discusión sobre un modelo acabado.

Pero, sobre todo, lo que resulta aconsejable es no olvidar la historia ni la voluntad democrática de los ciudadanos. La primera nos dice que España es un país plural en el que está condenado al fracaso todo intento de ignorar su diversidad territorial. La segunda nos habla de que este Estado autonómico tan denostado estos días ha conseguido un grado de identificación popular notablemente alto.

La nueva realidad del euro y de la globalización impone una oportuna revisión del modelo autonómico. Pero no debería olvidarse de que no se trata de remediar un fracaso sino de dar continuidad a un éxito. Y, en todo caso, convendría seguir haciendo caso a Baltasar Gracián, que ya en 1640 nos aconsejaba que "en la monarquía de España, donde las provincias son muchas, las naciones diferentes, las lenguas varias, las inclinaciones opuestas, los climas encontrados, así como es menester gran capacidad para conservar, así mucha para unir."

José Carlos Arnal . Asesor del alcalde de Zaragoza

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