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Análisis de la cumbre del G-20
Tribuna
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Charla de Starbucks en la cumbre de Seúl

Lo bueno de los Starbucks no es necesariamente el café, sino la charla que surge en sus cómodos sofás. Las conclusiones de esas tertulias suelen llevar a nada, pero alguna acaba en un buen proyecto. Este es el mismo análisis que podemos sacar de las conclusiones de la cumbre que reunió en Seúl los pasados jueves y viernes a los líderes políticos de las 20 economías más importantes del mundo -juntas representan el 90% del PIB mundial-.

¿Qué conclusiones veremos ejecutadas? No lo sabemos, principalmente porque ésta ha sido una cumbre de los debates más que de las decisiones. Sobre el tapete está la credibilidad de la utilidad de este G-20, que ya incluye a España. El escepticismo, tras las reuniones de Washington o Toronto, se amontona, pero el G-20 sigue siendo el principal mecanismo para la cooperación global en un mundo que cada día, en términos económicos y financieros, está más fundido, aunque no hermanado. Y eso es lo que, precisamente, debería conseguir el G-20.

Esta crisis nos está demostrando que el crecimiento desequilibrado continúa alimentando la tentación de llevar a cabo acciones descoordinadas (así lo constata la guerra de divisas, por ejemplo) frente a soluciones globales, pero las políticas económicas desunificadas sólo llevarán a desenlaces negativos para el conjunto. El G-20, por lo tanto, debe tener la unión como pilar fundamental en su agenda, y eso ha pretendido demostrar en estos dos días. Pero su credibilidad sigue siendo, como mínimo, borrosa.

Es por esto que si las intenciones manifestadas llegaran a ver la luz, las palabras de Hu Jintao, presidente de China, tendrían una relevancia principal dentro de todo lo que se habló -y no se profundizó- en este mitin. Hu Jintao señaló que cambiaría la política económica de su país para que no descanse sobre las exportaciones y se decante en mayor medida hacia el consumo doméstico, algo que Estados Unidos lleva pidiendo, con cada vez más urgencia e insistencia, desde hace tiempo. Este cambio, por encima de cualquier otra declaración de intenciones, tendría un profundo efecto sobre el equilibrio del sistema económico mundial.

Pero las intenciones se las lleva el viento cuando analizamos con más detalle esta cooperación en un asunto actual que, precisamente, implica cooperación, coordinación y responsabilidad, como efectivamente ocurre con la guerra de divisas. Y ahí ninguna de las partes se pone de acuerdo en la decisión o actuación que se debe seguir. Todos recordamos las insistentes declaraciones, desde hace ya tiempo, de los dirigentes estadounidenses y sobre todo europeos para que China permitiese una fluctuación real y regida por el propio mercado de su divisa en vez de mantener una devaluación permanente del renminbi (yuan). De hecho, esta guerra de divisas se basa precisamente en mantener una moneda débil con el fin de beneficiar las exportaciones, lo que ha hecho China hasta ahora y lo que ya parece ponerse de moda en las economías occidentales.

Alemania tampoco está ayudando mucho en este tema, ya que sigue empeñada en su posición de economía exportadora, y por lo tanto de superávit comercial basada, en palabras de Angela Merkel, en la competitividad de las empresas alemanas.

Tal vez como motivo de presión política o tal vez como necesidad motivada por la realidad económica de EE UU, la decisión de la Reserva Federal estadounidense (Fed) de inyectar más de medio billón de dólares en el mercado en los próximos meses mediante la compra de deuda a largo plazo (5-10 años) emitida por Estados Unidos no ha ayudado en nada a que las reuniones mantenidas estos días dieran como resultado alguna conclusión. Supone, de facto, la disipación de la autoridad moral que ha venido ejerciendo durante estos años cuando criticaba las prácticas monetarias de China, ya que ahora parece empezar a dar pasos en la misma dirección como impulso para su reactivación económica.

Al final, los políticos han dejado paso a los economistas y las decisiones respecto a este punto se decidirán en la próxima reunión de los ministros de Finanzas a principios de 2011, donde se volverá discutir sobre este tema y se decidirá, muy seguramente, que debe ser el mercado quien se auto regule y quien decida el correcto nivel de los tipos de cambios, dejando a la política y a los políticos el control de la volatilidad de este mercado para que no perjudique los acuerdos firmados en esta reunión del G-20. Al final volvemos a la mano invisible de Adam Smith.

Rubén Rodríguez Valcárcel. Analista jefe de Pastor Banca Privada

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