Deuda, euro e inflación
La reunión del G-20 finalizó sin acuerdo en lo más sustancial. La presión de EE UU y Gran Bretaña dio al traste con un acuerdo sobre el sistema bancario internacional, y diferencias insalvables sobre el futuro del dólar y el euro fueron responsables de la falta de consenso sobre la política fiscal.
En relación con este último punto, el debate se centra en las distintas posiciones acerca de los efectos de los ajustes fiscales y/o de fomento de la demanda interna en la consolidación de la recuperación. Los partidarios de avanzar la reducción del déficit argumentan, para postular su corrección, en términos de mejora de la confianza y su positivo impacto en el crecimiento en el medio plazo. Los que apuestan, como EE UU, por la continuidad de la expansión fiscal, apuntan a la dificultad que la demanda privada pueda sustituir, a corto plazo, la retirada de los impulsos del sector público.
Siendo cierta esta disyuntiva, sólo lo es parcialmente y, como todos los análisis parciales, corre el peligro de olvidar los aspectos más sustantivos. ¿Qué es lo que separa la posición alemana de la de EE UU y, en menor medida, de Francia?
Responder a esta pregunta implica interrogarse por lo que define específicamente esta crisis. No se trata de choques de oferta, como en los setenta y ochenta, aunque comparta algunos de sus rasgos distintivos. No se ha producido un aumento dramático de los costes de producción que haya desplazado la curva de oferta, aumentando los costes empresariales y reduciendo el crecimiento agregado. Tampoco es una crisis típica de demanda, en la que hubiera sido ésta la que se ha movido hacia la derecha y abajo aunque también comparte alguna de sus características.
Lo que define típicamente la crisis actual, y la distingue de las precedentes e incluso de la de la Gran Depresión, es su carácter patrimonial: se trata de una crisis de balances, generada por el exceso de deuda, familiar, empresarial y, finalmente, pública. De esta forma, las caídas de la demanda y los problemas de la oferta son síntomas de un tipo distinto de recesión, generado por el exceso de apalancamiento. Pero, como en todas las enfermedades, sería un error creer que su solución proviene de atacar los síntomas. El problema al que nos enfrentamos, y la solución que precisamos, radica en la necesidad de desapalancamiento del sector privado y público. Y, por más que lo deseemos, esos excesos de endeudamiento comportan menor crecimiento actual y futuro, que dificultan el proceso de reducción de la deuda.
Cuando, como es la situación actual, los apalancamientos son generales y se extienden a todos los grandes países avanzados, la solución de que crezcan los demás no es posible. Y el apalancamiento es excesivo, a todas luces, tanto en el sector privado como en el público (en EE UU, Gran Bretaña, España, Portugal o Irlanda), en el sector privado estrictamente (Dinamarca, Holanda y, en menor medida, Francia), en el sector público, fundamentalmente (Japón, Italia, Bélgica o Grecia, por ejemplo), o en el financiero (Austria, Bélgica, Suecia, Alemania, Gran Bretaña, Italia, EE UU y España, entre otros).
Y ahí es donde entran en juego las distintas experiencias y, en especial, las diferencias de posición de EE UU y Alemania. Los primeros son, básicamente, un país deudor, mientras que los alemanes, como siempre, son acreedores. En esta situación, es inevitable considerar lo bien que nos iría si la inflación fuera algo más elevada, y nos ayudara a erosionar la deuda.
Por ello no deja de ser sintomático que las reflexiones acerca de las virtudes de un crecimiento más intenso de los precios hayan emergido en EE UU, mientras que Alemania continúa destacando, como siempre, la necesidad de la estabilidad de precios. América, y Francia también, desearían una tasa de inflación más elevada, que redujera de forma no visible el endeudamiento. Alemania, como país acreedor, no está por la labor. Por ello, el euro continuará siendo una moneda fuerte. Y, por ello también, EE UU tendrán que seguir el carro alemán y deberán mantener el dólar más alto de lo que desearían. Este es el desacuerdo fundamental. Y no es resoluble.
Josep Oliver Alonso. Catedrático de Economía Aplicada (UAB)