Una reforma laboral sin la profundidad prometida
Nada de lo prometido. La reforma laboral articulada que el Gobierno dio a conocer el viernes no tiene los mimbres suficientes como para considerar la profundidad que el presidente del Ejecutivo se había comprometido a proporcionarle. Carece de argumentos suficientes como para ser catalogada como "la más importante de los últimos 25 años". Como se sospechaba por el transcurso de las negociaciones con sindicatos y patronal, araña superficialmente varias instituciones normativas, pero no modifica ninguna de forma determinante, y únicamente contribuye, si termina aplicándose, a crear un mercado cada vez más fragmentado.
Temeroso de abrir el verdadero debate del mercado de trabajo, el coste del despido, únicamente apunta la posibilidad de crear, a partir de 2012 (dentro de año y medio), un mecanismo diferente de financiación de las indemnizaciones, con un fondo capitalizado para cada trabajador contratado desde enero de ese año (lo que se conoce como modelo austriaco). Hasta esa hipotética reforma, cuya aprobación es cuestionable dada la debilidad política del Gobierno, Trabajo parchea el contrato de fomento de empleo para simular una reducción no real del despido para los empresarios, sin que observen reducción los despedidos. Bajar el despido sin que lo parezca, o simular que se baja el despido, sin bajarlo: elijan ustedes.
Los contratos ordinarios seguirán con una indemnización de 45 días por año de trabajo; un segundo escalón proporcionará 33 días de indemnización a los contratos de fomento de empleo existentes ahora; uno tercero da la posibilidad de abonar sólo 25 días a los contratados de esta forma desde que entre en vigor este decreto, si son despedidos cuando haya transcurrido un año de su contratación, y los ocho días restantes, hasta los 33, los bonificará el Fogasa. Hasta aquí la fragmentación de los improcedentes.
Si la empresa necesita despedir por motivos económicos (despido objetivo), seguirá pagando 20 días por año de trabajo, como hasta ahora, y únicamente se clarifican, se objetivizan, algunas de las causas de la rescisión. Y si el trabajador es temporal y deja de serlo, su finiquito, en vez de costar ocho días por año, costará doce. Esta apuesta por nueva vegetación en la selva de contratos y despidos que ya tiene la normativa española no es lo que el mercado necesita, al menos si lo que se quiere es reducir realmente los costes y purificar el mercado eliminando la dualidad antieconómica hoy reinante.
La fórmula más sensata para resolver ambas cosas a la vez es poner en marcha un contrato nuevo único fijo con indemnización creciente en función de la antigüedad, que limite la temporalidad a las causas explícitamente justificables, y que haga igualmente explícita y justificable la causa de su rescisión. Todo ello, para no herir las susceptibilidades de los sindicatos, manteniendo los derechos adquiridos de todos cuantos tienen hoy el privilegio, que así hay que llamarlo, de contar con la posibilidad de un despido de 45 días por año. Pero el Gobierno no ha querido dar un paso al frente por la presión sindical que ya hace meses estigmatizó este contrato por el simple hecho de que lo habían puesto en marcha un centenar de economistas liberales, entre los que se encontraba el actual secretario de Estado de Economía, José Manuel Campa.
Aunque el decreto, que podría estar listo en el Parlamento el día 22, recoge un nuevo abanico de subvenciones a los contratos fijos de fomento de empleo para jóvenes en paro y de difícil empleabilidad, o que tuviesen contrato temporal de menos de un año, no hay estímulos reales a crear empleo en la reforma publicada el viernes. No cabe esperar que nada cambie en el ánimo de los empresarios con esta nueva regulación, y si no hay una más ambiciosa, habrá que encomendarse a fuertes crecimientos de la economía para apreciar aumentos de la ocupación en las empresas.
El decreto aprovecha, eso sí, para crear una nueva prestación por desempleo para los trabajadores en prácticas, que nunca han tenido, así como para ampliar, sin usar la preceptiva ley orgánica, los poderes sindicales en las empresas en las que no han sabido generar su propia representatividad, con un mecanismo siempre defendido por la UGT, y que curiosamente siempre había combatido CC OO.