Premios Ortega 2010: discurso íntegro de Juan Luis Cebrián
El 10 de noviembre de este año cumple el bicentenario del primer decreto en la Historia de España que aprobó la abolición de la censura y la implantación de la libertad de prensa. La Declaración de Derechos de Virginia, en 1776 y la de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, en la Francia revolucionaria de 1789, fueron los precedentes más directos de dicha norma, que posteriormente sería incluida en el articulado de la Constitución de 1812. El artículo primero del decreto citado declaraba la libertad de las corporaciones y de las personas particulares de "escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin censura previa". De modo que, desde su instauración, la libertad de imprenta se configura como la ausencia de cualquier tipo de imposiciones que eviten la publicación o difusión de noticias o ideas que no satisfagan a la autoridad competente. Esta libertad de imprenta fue uno de los logros más importantes del programa revolucionario de la burguesía liberal y sus consecuencias resultaron formidables. En línea con el pensamiento de la época, los liberales consideraban que la libertad de expresión era la base de la libertad en general. De modo que desde hace más de dos siglos, el derecho a informar y a estar informado, a comunicar libremente noticias y opiniones y, en general, a la libertad de expresión del pensamiento, forma parte en las Constituciones democráticas del elenco de derechos políticos e individuales de los ciudadanos. Todas estas cosas, bien conocidas desde hace más de dos siglos, siguen sin ser entendidas cabalmente por los poderes actuales, y es frecuente toparse a cada paso con la indignación inquisitorial de algunos de ellos, o de todos a la vez, cuando se sienten conmovidos por el ejercicio de esa libertad.
Las democracias son regímenes basados en la opinión pública. La expresión formal de ésta se transmite en las urnas, de forma periódica, mediante el sufragio universal y secreto. Pero para que ese acto pueda, a la vez, ser libre y responsable, los ciudadanos tienen necesidad de estar informados, han de ser capaces de conocer y discernir sobre las diversas opciones electorales, poder analizarlas y pronunciarse sobre ellas.
La implantación de la libertad de prensa en Cádiz alumbró una nueva era en la política de nuestro país, que vio nacer el mito de las dos Españas al amparo de las discusiones entre liberales y serviles de la época, y sirvió también de fermento revolucionario en las provincias ultramarinas. A raíz del decreto de 1810, los diarios se multiplicaron casi por centenares a uno y otro lado del Atlántico; se abrió el espacio de la política; se institucionalizaron las tertulias, literarias o no, y proliferaron los movimientos cívicos y solidarios, no todos necesariamente al abrigo de la denostada francmasonería. En definitiva, los ciudadanos comenzaron a sentirse partícipes del poder. Escritores e intelectuales que hasta entonces se habían refugiado en otros géneros buscaron en el periodismo un medio más efectivo y urgente de dar a conocer sus ideas y sus personas. Alcalá Galiano, Mesonero Romanos o Larra son buenos ejemplos de ello en la Península, mientras en la otra orilla de España los independentistas fundaban publicaciones en las que clamaban por la libertad. Un criollo de la Nueva España, don José Fernandez de Lizardi, autor de la primera novela moderna de América Latina, publicaba al amparo de las libertades proclamadas en el istmo gaditano su periódico El pensador mexicano, desde el que se pronunciaba valerosamente contra el régimen esclavista de la colonia y a favor de la separación de la Iglesia y el Estado. La Inquisición se encargó de que acabara con sus huesos en la cárcel. Con el parlamentarismo político nació, en resumidas cuentas, el periodismo tal y como ha llegado hasta nuestros días. Aunque los inquisidores vistan hábitos distintos quienes como yo pertenecen a la generación del 68 lamentamos que el puritanismo de los nuevos tiempos haya olvidado la máxima, a un tiempo romántica y sublime, que campeaba en los muros de la Sorbona madrileña: prohibido prohibir.
Nacida nuestra profesión al albur de las revueltas populares contra la nobleza y el clero que apoyaban el absolutismo, los periodistas tendemos con frecuencia a suponer que somos los representantes de la opinión pública. Este es una afirmación cuando menos discutible. Más que representarla, contribuimos a formar esa opinión, y no es de extrañar por lo mismo que los constituyentes gaditanos se decidieran a enmarcar la libertad de imprenta en el apartado dedicado a la Instrucción Pública. A partir del triunfo de los parlamentarismos los periódicos jugaron un importante papel de mediación entre gobiernos y ciudadanos, que se ha visto reforzado a lo largo de la historia con la llegada de la radio y la televisión. Ya a mediados del siglo XX se consideraba que nos encontrábamos ante una sociedad fundamentalmente mediática y la importancia de los medios de comunicación a la hora de analizar el ejercicio del poder en las democracias modernas está fuera de dudas. Pero desde hace un par de décadas el panorama ha cambiado por completo. La irrupción en nuestras vidas de la red de redes (world wide web) ha trastocado prácticamente todos los modelos de relaciones sociales hasta ahora conocidos y, coincidiendo con la actual crisis financiera, los medios se encuentran ante un complejo proceso que les lleva a preguntarse por su supervivencia.
Desde el nacimiento de la red en 1989 la sociedad de la información ha recorrido un largo y rápido camino, desarrollándose a pasos agigantados prácticamente en todo el mundo. Con la expansión del correo electrónico, primero tuvimos la web.1.0 orientada a la comunicación y al comercio. Sufrió la primera crisis a principios de este siglo, cuando el estallido de la burbuja que provocó la quiebra de las puntocom. Surgió después la web 2.0 constituida por las redes sociales y basada en la comunicación entre personas y comunidades. Y al tiempo se desarrollaron los portales P2P, que permiten el disfrute en línea de todo tipo de contenidos, empaquetados por nuevos intermediarios que no se sometían, ni se someten, a control ni jerarquía conocidos, intercambiando archivos gratuitos realizados por otras personas que han invertido su tiempo y su dinero. Se implantó así el principio de gratuidad en el funcionamiento de la red y se destruyeron los modelos de negocio tradicionales. La industria musical primero, la de la información ahora, vieron derrumbarse verdades que parecían inmutables y nos hallamos ahora todos, gobiernos y ciudadanos, inmersos en un debate casi apocalíptico sobre el futuro de los medios. Hay quien se pregunta si cuando la gratuidad de los contenidos se generalice a escala mundial, se acabará la información contrastada y fiable, el conocimiento no adulterado y las películas y música de calidad.
Hoy existen 1.200 millones de personas conectadas a redes sociales, casi 200 millones de páginas web y cerca de 2000 millones de usuarios de internet en el mundo, la mitad de los cuales tienen entre 15 y 34 años. La red se ha instalado en nuestras vidas y es difícil imaginar que en la actualidad pudiéramos prescindir de ella para buscar y obtener información, acceder al conocimiento, investigar en no importa qué especialidad, controlar la salud pública, implementar procesos educativos, comprar productos o realizar transacciones. Estamos ante un cambio social y cultural de grandes dimensiones que comporta nuevos valores y actitudes, y exige también nuevas pautas de comportamiento. Aunque algunos parece que se hayan visto pillados por sorpresa en este proceso, hace más de diez años que podíamos prever muchas de las cosas que han venido sucediendo. Numerosos testimonios en infinidad de libros y publicaciones de todo el mundo dan prueba de ello. Pero obsesionados por el día a día y los resultados a corto plazo, los dirigentes políticos, los líderes sociales, los intelectuales y los empresarios hicimos caso omiso de las señales de alerta. El pinchazo de la burbuja digital sirvió de motivo, o de pretexto, para paralizar muchas investigaciones y para que el mundo del poder establecido mirara con desconfianza una civilización nueva que se abría paso en los dormitorios universitarios de Estados Unidos y en los garajes donde los adolescentes acostumbraban a ensayar con sus grupos de rock. En la discusión sobre si las nuevas tecnologías eran y son una amenaza o una oportunidad para los medios de comunicación tradicionales todos optamos por declarar esto último al tiempo que nos aprestábamos a adoptar una actitud defensiva. Y en el fragor de la batalla olvidamos velar por la supervivencia de valores intrínsecos a las sociedades democráticas que corren peligro de perecer si no se corrigen algunas realidades de la globalización.
Algunos pueden pensar que este acto de entrega de los Ortega y Gasset, que ya goza de tradición en el periodismo madrileño, es el marco menos apropiado para declarar algo sobre lo que tengo una firme convicción: el mundo de los diarios tal y como lo hemos vivido toca a su fin. No constituirán más esa especie de imperios industriales verticalmente integrados en torno a los cuales se socializaban todas las relaciones de poder. Naturalmente deseo que los periódicos sigan existiendo, pues ya va para cincuenta años el tiempo en que los llevo fabricando, pero tienen que cambiar su naturaleza, su modelo productivo, su mirada sobre los acontecimientos y sobre sí mismos, si quieren pervivir. Nuestra obligación es controlar y dirigir ese proceso, orientar los cambios, y será imposible hacerlo si nos resistimos a ellos.
La pervivencia del reinado de la información, su influencia en el comportamiento de los ciudadanos, su centralidad en la organización de la sociedad, están garantizadas por las nuevas tecnologías digitales. La de los diarios, no necesariamente. Un diario es un microcosmos en cierta medida cerrado, corresponde a una manera de ver las cosas, una concepción del mundo, que no puede reproducirse en un universo tan convergente, fragmentado y ambiguo como el de Internet. La comunidad lectora que suele agruparse en torno a un periódico tiene comportamientos, sensibilidades y actitudes diferentes a las de las comunidades en red. Un lector habitual mantiene una adhesión, una solidaridad y un compromiso con su diario incomparable a los que puedan exhibir los usuarios de una página en la web. Salvo que uno se sientan prisionero del entorno de su comunidad virtual, lo propio de la red es la navegación, el surf, deslizarse sobre las aguas, buscando las olas, desafiándolas, traicionándolas. Los periodistas, sin embargo, nos seguimos acercando a ésta como si las antiguas normas siguieran vigentes.
Prácticamente no hay nada del conocimiento humano, incluso del conocimiento supuestamente secreto, de los servicios secretos de inteligencia, que no esté en la red. Lo que puede faltar es la capacidad técnica para acceder a ella o la preparación para poder analizarla o comprenderla. En esta situación se produce un cambio de paradigma en el que los criterios y valores tradicionales no sirven para analizar la realidad. Siempre hemos pensado que la credibilidad y el rigor de los periódicos eran la base, entre otras cosas, no sólo de su influencia política sino de su beneficio económico, de su rentabilidad o de su configuración como empresa. El desarrollo de las noticias en la red pone de relieve que más cantidad no significa más calidad, ni más credibilidad, ni más rigor, ni más rentabilidad.
Decía antes que muchos parecen haber sido cogidos por sorpresa cuando sus negocios, sus profesiones y en cierta medida, su propia existencia, se ve arrumbada por la ola digital. El profesor Meller, en su libro Vanishing Newspaper formula una profecía: en el año 2043 dejarán de existir los periódicos escritos. En realidad lo que dice Meller no es que desaparecerán los diarios sino los lectores, no habrá nadie que los lea y que los compre y, por tanto, las empresas no los publicarán. Bill Gates, Rupert Murdoch, y muchos otros autoproclamados gurús de la actual situación, han declarado hasta la saciedad que "en el próximo decenio todos los diarios dejarán de existir". Verdad o no, los datos no son muy halagüeños: Desde enero de 2008 se han suprimido 21.000 empleos de periodistas en los periódicos estadounidenses y más de tres mil en España. En los últimos tres años más de mil periódicos se cerraron en aquel país, y solo un porcentaje relativamente escaso de ellos sobrevivió gracias a su migración a la red.
Datos semejantes sirven para ilustrar lo fundado de los temores respecto a la pervivencia de la prensa periódica en las democracias occidentales. Algunos tratan de consolarse sugiriendo que, dígase lo que se diga, una buena razón para que los periódicos sigan existiendo es que siempre los ha habido. No puedo imaginar -dicen- tomar el café del desayuno sin leer mi diario, o prescindir de él para educar a mi perro amenazándole con el ruido de sus hojas, y mucho menos ignorar que es un instrumento cómodo, muy flexible capaz de ser utilizado en la cama. Es verdad que a lo largo de la historia los diarios han recibido los más variados usos. Miguel de Unamuno los utilizaba para abrigarse, entre el chaleco y la camisa, en las frías mañanas salmantinas, presumiendo así de andar a cuerpo, y las gentes de mi generación nos servíamos de ellos para envolver la basura o proteger de las pisadas los suelos recién fregados. En cualquier caso hace tiempo que el periódico no es el principal sistema de transmisión de las noticias. Desde años atrás, tantos como treinta o cuarenta, más del setenta por cierto de la población se entera primero de ellas a través de la televisión y ahora, en los países desarrollados, casi la mitad de los ciudadanos lo hace por Internet. Si tienen menos de treinta años, ese porcentaje sube hasta el 60 ó 65 por ciento.
El papel de los diarios en la formación de la opinión pública mediante análisis, comentarios y debates, que es primordialmente a lo que se dedican, junto al periodismo de investigación, tiene ahora que competir con la eclosión de confidenciales, intercambios en las redes sociales, tweeters, youtubes, y demás familia. Gentes que viven bajo regímenes represivos escapan a la censura informando sobre los hechos gracias a los videos captados y transmitidos con sus teléfonos móviles. El control jerárquico y vertical del poder está llegando a su fin. Sin embargo el tamaño de los mensajes que algunas de estas herramientas permiten difícilmente puede generar reflexiones y espacios alternativos autónomos, aunque sean capaces de producir nuevas formas de movilización y liderazgo, de planear campañas electorales y, en definitiva, de hacer política. Internet es un entorno muy democrático en todos los sentidos, muy igualitario y muy participativo: cualquiera puede decir u oir lo que le parezca cuando le parezca. Aunque para muchos lo de menos es que sea verdad o mentira.
La tecnología actual en manos de los ciudadanos está provocando gigantescos cambios sociales porque el poder de la comunicación reside ahora en gran medida en manos de los votantes. En las elecciones presidenciales de 2008 se vieron 1.500 millones de vídeos sobre Obama y McCain en You Tube y sólo uno de cada diez eran propaganda política. ¿Qué significaba eso? Que la maquinaria de los partidos había perdido el control. Con cuatro mil millones de teléfonos móviles en poder de la gente (prácticamente la mitad de la Humanidad conectada), es obvio que la democracia representativa tiene que cambiar.
Pero hay valores que no deben hacerlo: la información es un bien público administrado profesionalmente por determinadas personas, los periodistas; pero pertenece a la comunidad, al colectivo de los ciudadanos y a cada individuo en particular. Los periodistas somos tan solo intermediarios. Como dice Eugenio Scalfari, gente que cuenta a la gente lo que le pasa a la gente. Qué pueda significar eso en un mundo en el que la propia idea de mediación desaparece, en el que el narrador es a la vez protagonista y primer oidor de los hechos que narra es algo que todavía, como dicen los castizos, está por ver. Pero mientras llega ese momento el periodismo tiene que volver a sus fuentes: verificar la información y contar la verdad.
Podemos preguntarnos si sobrevivirán o no los periódicos en un estadio más o menos parecido al actual, cuántos han de hacerlo y de qué manera van a ser financiados. Pero en realidad la interrogante reside en saber qué tenemos que hacer los periodistas y los editores, las autoridades y las instituciones legislativas, si queremos que sigan existiendo. Antes de elaborar las respuestas a nuestros problemas es preciso definir bien en qué consisten: hasta qué punto la clase política y el sistema de las democracias se sienten amenazados o no por la eventual desaparición de la prensa impresa como lugar privilegiado para el debate en la gestión del espacio público compartido. La experiencia enseña que, en no pocas ocasiones, el poder se siente más aliviado que concernido ante las malas noticias que sobre el futuro de la prensa llegan.
Desde hace mucho tiempo la cobertura informativa, las noticias, no es ni todo ni lo más importante de lo que nos han dado los periódicos. Han ejercido en nombre de la opinión pública una poderosa influencia sobre el Estado, denunciando errores, desvelando corrupciones, agitando y propiciando la diversidad. Hoy dicha influencia corre peligro. Todavía ahora, la prensa sigue siendo un fenómeno cultural, social y económico de gran trascendencia en la vida en la colectividad. Por eso su fin como cuarto estamento, como eso que se denominaba antes el cuarto poder, implica un cambio formidable en el funcionamiento de los sistemas políticos. Los periódicos han ayudado a controlar las tendencias al desvarío tanto en el gobierno como en los negocios. En un estudio llevado a cabo por el Banco Mundial en 2003 se analizaba la relación entre corrupción y la libre circulación de los diarios por persona. Los autores llegaban a la conclusión de que cuanto más baja es la circulación de periódicos de un país, más alta es la posición de dicho país en el índice de corrupción.
Cuando en 1972 una patrulla de la policía local de Washington descubrió una operación de espionaje en la oficina del Partido Demócrata, el Washington Post acababa de salir al mercado de capitales y tuvo que enfrentarse a numerosas presiones, tendentes a parar los pies a los reporteros del diario encargados de la investigación sobre prácticas delictivas en la Casa Blanca. Los abogados y gerentes del diario avisaron de los peligros que encerraba un enfrentamiento abierto con el poder, que acabaría por redundar en perjuicio de los accionistas, dañando el mercado publicitario y arriesgando la renovación de las licencias de televisión que la empresa tenía. Katherine Graham comprendió de inmediato que un diario es una empresa mercantil, y como tal se debe a sus accionistas, pero estos saben que invierten en algo que constituye también un órgano de opinión pública, por lo que su obligación es servir, antes que nada, a los ciudadanos. Esta es la filosofía que entonces triunfó, sobre cuya vigencia cabe preguntarse hoy, ante las modas en boga, las nuevas realidades y las diferentes amenazas que sobre la libertad de expresión se ejercen. El equipo de Nacional de El País, a quien ha correspondido uno de los Premios Ortega de este año, fue capaz de descubrir y denunciar el Caso Gurtel de corrupción política a pesar de los numerosos intentos y las presiones de muchos sectores por ocultar la verdad. Durante los 14 meses que duró la investigación importantes dirigentes políticos pretendieron ocultar la verdad, torpedeando y descalificando las informaciones que El País ofrecía, minimizando hasta el ridículo su importancia, y esgrimiendo todo tipo de amenazas contra la redacción. El premio a los redactores de la sección nacional de El País pone de relieve la contribución que el buen periodismo es capaz de seguir haciendo a las libertades democráticas. Quizás desaparezcan o no los diarios, pero nunca han de hacerlo los periodistas, cualquiera que sea su medio de expresión, si no queremos que la convivencia democrática se vea seriamente dañada.
Esta función social que los profesionales del periodismo ejercen incorpora no obstante peligros mayores que las amenazas de los burócratas o el ceño fruncido de algunos jueces. En lo que va de año han muerto ya 42 periodistas en todo el mundo, víctimas de la violencia ejercida contra ellos. Aunque algunos corresponsales de guerra cayeron durante y después de la invasión de Irak en 2003, la mayoría de los fallecimientos fue de reporteros locales que cubrían historias cuyos protagonistas no querían que se conocieran. El narcotráfico, el crimen organizado y la corrupción política están con frecuencia detrás de esos asesinatos, a los que habría que sumar las intimidaciones y estragos causados por las actividades del terrorismo de cualquier especie. Judith Torrea, galardonada hoy por su blog Ciudad Juárez, en la sombra del narcotráfico. Es una de esas reporteras que ha sabido desafiar al miedo y demostrar la utilidad y versatilidad de las nuevas tecnologías a la hora de ejercer un periodismo profesional de calidad, al servicio de la comunidad lectora, capaz de sacudir la conciencia pública. Lo mismo que José Cendón, cuyo reportaje Somalia en el fin del mundo, pone de relieve las difíciles circunstancias en las que miles de profesionales de todo el mundo tienen que desenvolverse a la hora de comunicar a los demás una realidad tan oscura y deshuesada como la de la globalización de la pobreza.
De la libertad de prensa, cuyo segundo centenario conmemoramos ahora en nuestro país, se esperaba que sirviera para la difusión de informaciones y para el debate entre las gentes, de forma que los ciudadanos tuvieran elementos suficientes a la hora de emitir su juicio; pero también se confiaba en que gracias a ella estarían preservadas las restantes libertades y se pondría un freno a la arbitrariedad y el despotismo de los poderes públicos.
Entonces, como ahora, la libertad de prensa tuvo sus detractores, reaccionarios serviles que veían en ella una de las bestias negras destinadas a destruir el orden constituido y a favorecer la penetración de ideología y concepciones desviadas respecto a la ortodoxia oficial. La Historia demuestra que la libertad es siempre un bien escaso y frágil, en cuya defensa cualquier vigilancia es poca y cualquier empeño insuficiente. Cuando desde instancias corporativas, sean jurídicas, legislativas, del poder constituido o de la oposición rampante se nos llueven protestas por las presiones que se ejercen sobre ellos con la publicación de noticias u opiniones que afectan a la respetabilidad de su función, es preciso recordar, una y otra vez, que la función de las autoridades democráticas no es defenderse de las críticas adversas sino amparar y proteger por todos los medios legales posibles su existencia. El poder tiende a ver conspiraciones donde solo hay disentimiento, y la capacidad recuperada de los ciudadanos de hacer oir su voz frente a lo que consideran injusto.
Por eso es hoy tan grande nuestra satisfacción al poder reconocer la excelencia del periodismo, de toda una vida entregada a él, en la persona de Jean Daniel, cuya condición de intelectual de primera línea, de pensador y hombre de acción, no le han aparatado en ningún caso de su profesión de periodista, en la que se desempeña con la humildad y la ausencia de arrogancia que solo en los más grandes maestros es posible reconocer. Amigo y compañero de Albert Camus, que fue el filósofo de la modernidad, Jean Daniel encarna en su biografía personal y profesional la imagen definida y fiel de todo lo mejor de nuestro oficio. Como Camus, y en palabras de este, ha sabido a lo largo de su muy dilatado ejercicio defenderse y luchar contra los peligros de nuestra profesión: "someterse al poder del dinero, halagar, vulgarizar, mutilar la verdad con pretextos ideológicos: despreciar al lector". Cualquiera que sea el futuro de los periódicos impresos, resistirnos a ello es el destino de nuestra profesión desde hace más de doscientos años. Un oficio que a la postre responde a la misma capacidad de asombro que animaba a los filósofos. O por decirlo como Larra en el Duende Satírico del Día, a " un deseo de saberlo todo que nació conmigo, que siento bullir en todas mis venas , y que me obliga más de cuatro veces al día a meterme en rincones excusados para escuchar caprichos ajenos, que luego me proporcionan materia de diversión para aquellos ratos que paso en mi cuarto y a veces en mi cama sin dormir; en ellos recapacito lo que he oído, y río como un loco de los locos que he escuchado."