El todo y las partes
David Murillo se cuestiona el porqué el Gobierno decide rescatar a bancos y cajas por los activos tóxicos del mercado inmobiliario, en vez de ayudar a los ciudadanos endeudados y en desempleo
Me siento a desayunar con mi amigo José Luis en un café. La conversación pasa de un tema a otro y de forma natural evoluciona hacia cuestiones relacionadas con el trabajo, en su caso, en el departamento de logística de una gran multinacional. La empresa capea la crisis bien; el consumo interno ha caído, pero, como mandan los cánones de competitividad empresarial, lo compensa con la apertura de nuevos mercados internacionales. Con todo, el estado de ánimo en su departamento no es bueno. La incertidumbre sobre el futuro es grande y la crisis golpea tanto a los trabajadores como a sus familias.
Por primera vez, personas que llegaron del extranjero hace siete o diez años se encuentran con un panorama más oscuro aquí que en sus países de origen. En un departamento como el de mi amigo, formado por personas de lugares muy diversos, el trabajo a menudo es desarrollado por equipos de diferentes nacionalidades. Las negociaciones con los mandos, en muchos casos, también son grupales. Tanto pensar en los individuos en el trabajo como seres aislados o, como mucho, representados por asociaciones sindicales, y ahora redescubrimos que el factor identitario desempeña un papel fundamental. Nunca dejó de ser así.
José Luis me explica cómo trabajadores, que durante años han dejado su sudor en la empresa, ahora están preparando las maletas; en algunos casos con préstamos hipotecarios pendientes, hasta el momento pagados con dos salarios y a los que, cuando ya sólo se cuenta con uno, no pueden hacer frente. Estos trabajadores se plantean qué hacer. A menudo, me explica, las decisiones de un miembro del grupo se convierten en patrón de conducta para los demás.
La demografía europea no deja de caer. La UE, en un plazo de 15 años, perderá 70 millones de trabajadores
Recuerdo mi sorpresa cuando, ahora hace un año y medio, me explicaron los primeros casos de inmigrantes en paro que se dirigían a la ventanilla de la caja de ahorros de turno y dejaban caer las llaves del piso ante la mirada estupefacta del empleado. No deja de sorprender que, en este estado de cosas, las cabezas de turco de la actual crisis no sean tanto los promotores del ingenio urbanístico-especulativo como, precisamente, los que más la han padecido. Individuos que han estado pagando hipotecas de 1.300 euros al mes durante tres, cinco o siete años, que ahora acabarán, junto con la vivienda, en manos de las entidades financieras. Con ellas se van también al traste ahorros y esperanzas. Para más inri, las contribuciones sociales de los que se marchan habrán servido para pagar la jubilación de los que se quedan.
Afortunadamente, incluso en un periodo de rumores e informaciones contradictorias como el actual, estos casos son la excepción. El grueso de las personas llegadas hasta aquí han echado raíces lo bastante profundas como para vincular su futuro individual al del país. Todo ello aunque éste sea el colectivo que ocupa los puestos de más baja cualificación; por tanto, los más fácilmente reemplazables; también aquél formado por los empleados más fáciles de prescindir. Las crisis comportan este doble desenlace. Para unos es la vuelta al estado-naturaleza, donde el hombre se convierte en un lobo para el hombre. Para otros es el reencuentro con la comunidad. Es la revitalización de la consciencia de que el éxito es individual, pero de que la salvación ante lo imprevisible a menudo la encontramos en el sentido de pertenencia, aunque éste se llame Estado-Providencia.
¿Podrían haber ido las cosas de forma distinta? Probablemente, si en lugar de salvar a bancos y cajas hubiéramos salvado antes a las personas endeudadas y en situación de desempleo, ahora no tendríamos que lamentarnos por la existencia de activos financieros tóxicos de tipo inmobiliario. Sea como fuere, las cosas no han ido por aquí. El Estado no emprendió este camino, políticamente imaginativo pero ciertamente complejo, trufado de dificultades administrativas. Se prefirió seguir el modelo norteamericano. Una vez más se demuestra, también cuando hablamos de políticas públicas, que es más fácil equivocarnos en compañía que intentar tener la razón solos.
La ironía, no obstante, es que diferentes estudios coinciden en señalar la necesidad de apostar por atraer nuevas hornadas de inmigrantes que contribuyan a pagar las prestaciones sociales del futuro. Lo decía hace poco Javier Solana en Esade Forum: la demografía europea no deja de caer. La Unión Europea, en un plazo de 15 años, perderá 70 millones de trabajadores. Urge volver a un debate más razonado sobre la inmigración. Es preciso analizar con serenidad cómo se reparten los costes de esta crisis y quién no sólo pierde hasta la camisa, sino algo tanto o más grave: la esperanza en un futuro mejor.
Por el momento, paradójicamente, la salida puede pasar por revitalizar el sector de la construcción mediante el fomento de la rehabilitación. A medio y largo plazo no hay otra vía que la de impulsar con convencimiento el sentido de comunidad y su corolario: un ideal de futuro compartido. La evidencia nos enseña: el todo es más que la suma de las partes. Y por el bien de todos, más vale que sea así.
David Murillo. Profesor de Ciencias Sociales de Esade