Mantener el espíritu reformista del G-20
Es una historia ya conocida: en los momentos de pánico financiero se hacen propósitos de enmienda que se desvanecen con las primeras luces de la recuperación. Pasó tras la crisis de Enron, en 2001, cuando se pensó que los mercados adoptarían las medidas necesarias para evitar capítulos similares. Sin embargo, seis años más tarde los fraudes, como el de Madoff o el de Lehman Brothers, han demostrado que los deberes no se hicieron correctamente. Ahora hay indicios de que las ambiciosas reformas regulatorias y de control de riesgo se quedarán en tímidos intentos, sin importar mucho que la recesión planetaria -que perdura todavía- haya sido la más profunda desde la Gran Depresión.
El agresivo espíritu reformista surgido en las reuniones del G-20 hace quince meses está languideciendo ante las dificultades para que los Gobiernos consensúen las normas, plegados a las presiones de sus respectivos sectores financieros. Poco importa que hayan sido los causantes -junto a la desidia de los órganos encargados de supervisarles y la ambición de unos clientes inconscientes- de una catástrofe económica que está afectando a millones de ciudadanos de todo el mundo. Parece que empiezan a olvidarse los duros momentos vividos en 2008 y 2009, cuando los contribuyentes de varios países acudieron al rescate de algunas de las mayores, y más prestigiosas, entidades financieras del mundo.
Coincide la parálisis a ambos lados del Atlántico. Ni la UE ni Estados Unidos han aprobado ninguna de las reformas financieras que se han venido anunciando en este año y medio. En Bruselas, las peleas entre los Gobiernos dejan entrever la obsesión por preservar los intereses nacionales de los distintos sistemas financieros. En definitiva, hay grandes diferencias de unos países a otros y el fin original de establecer unas normas de control y regulación universales está dando paso a un intento de perpetuar los modelos nacionales. Un claro ejemplo son las posiciones defendidas por Reino Unido en los debates sobre la directiva de hedge funds y capital riesgo que ha conseguido paralizar. En la UE se especula con que Londres tiene un temor indisimulado a que la City pierda peso en favor de Fráncfort si las normas se imponen por igual en todas las grandes capitales.
Temor que comparte Wall Street, lo que explica que en Washington las reformas estén estancadas a pesar de que las decisiones dependan, teóricamente, de un solo Gobierno, a diferencia de la Europa comunitaria. En realidad, poco importa, pues las presiones del sector se canalizan a través de las todopoderosas Cámara de Representantes y Senado, incapaces de haber concertado unas medidas mínimamente comunes. Eso explica que a día de hoy, el escenario regulatorio financiero sea el mismo que regía antes de la crisis.
Para cambiarlo, urge acelerar la toma de decisiones. Si la UE y EE UU no son capaces de ponerse de acuerdo internamente, no tendrán argumentos morales para cerrar un modelo internacional. Evidentemente, el problema no es encontrar soluciones técnicas; lo complicado es que sean aceptadas por todos. En definitiva, se trata de establecer una regulación clara y precisa, garantizar un control más riguroso y exigir transparencia en los productos financieros para que todo el mundo sepa lo que compra y el riesgo que asume. Lo poco que se ha avanzado hasta el momento proviene de los bancos centrales, que a través del Banco de Pagos Internacionales (BIS) han presentado unas propuestas que obligarán a la banca a aumentar sus ratios de capital y a disponer de activos de mayor calidad para que les compute en el Tier 1 y Tier 2. Aunque, eso sí, no estarán en vigor hasta 2012 como pronto.
El tiempo juega en contra de las reformas. Tras la Gran Depresión, en los años treinta, el presidente de EE UU, Franklin D. Roosevelt, creó un nuevo sistema financiero armonizado internacionalmente en cien días. Por contra, ahora las aguas vuelven a su cauce, lo que contribuye a dejar las cosas como están. Como muestra, los clientes financieros están perdiendo el miedo al riesgo y empiezan a demandar de la banca privada productos más sofisticados y con mayor rentabilidad. De momento prevalece la prudencia, pero la memoria es frágil y, si no hay nuevos sustos, no harán ascos a productos de mucha ganancia, pero alto riesgo. Y todo podría volver a empezar.