_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La austeridad del gasto en un Estado descentralizado

El aumento de la edad de jubilación ha dado un titular evidente a los periódicos, tanto de información general como económica. Sin embargo, el Gobierno ha adoptado otras medidas igual de trascendentes que la indicada, como la actualización del Programa de Estabilidad 2009-2013 y el Plan de Austeridad de la Administración General del Estado para el periodo 2011-2013. Teniendo en cuenta que el déficit real se ha situado en el 11,4% del PIB en 2009, parece indudable que el cumplimiento del objetivo de reducción hasta el 3% en 2013 exige la adopción de medidas drásticas de contención del gasto público. Por ello, es preciso dar por bueno este "golpe de timón en la política económica", tal y como ha sido calificado por los analistas, por mucho que haya sido dado más tarde de lo que sería deseable

Estos planes de reducción del déficit cuentan con restricciones importantes, unas derivadas de las opciones políticas del Gobierno y otras de la propia realidad económica. Por lo que se refiere a las primeras, no puede dudarse del acierto que supone excluir de los recortes a la política de apoyo a la innovación. No puede afirmarse lo mismo en lo que se refiere al denominado gasto social, donde existen ciertas prestaciones que sí podrían suprimirse o reducirse, como la controvertida ayuda por nacimiento de hijos. En relación a las segundas, puede resaltarse la imposibilidad de llevar a cabo aumentos de ingresos relevantes, motivado por la débil y lenta recuperación de la actividad económica que se prevé.

Ahora bien, queremos centrarnos ahora en lo que constituye una restricción institucional, como es la actual arquitectura del sistema político español, fuertemente descentralizado, sobre todo si lo contemplamos desde la distribución de las competencias de gasto entre las diferentes Administraciones. Así, a las comunidades autónomas les corresponde más de un tercio de dicho gasto -en torno a un 36%-, lo que, sumado al 13% de las entidades locales, permite afirmar que la Administración General del Estado sólo es responsable de la mitad del referido gasto (siendo, a su vez, la mitad de la Seguridad Social y, por ello, de muy difícil reducción).

Por ello, llama la atención que los planes aprobados prevean un ajuste total, entre todas las Administraciones, del 5,7% del PIB, pero que va a ser realizado de forma, casi exclusiva, por el Estado central, en concreto en un 5,2% del PIB (lo que supone, unos 40.000 millones de euros). Si tenemos en cuenta las limitaciones antes expuestas, referidas al mantenimiento del gasto social y de innovación, debemos concluir que este ajuste presupuestario tan relevante sólo puede llevarse a cabo, de forma creíble, mediante una reforma profunda de la Administración General del Estado, en particular a través de la reorganización y reducción de su sector empresarial y de una política decidida en materia de personal.

Ante esta situación, cabe preguntarse ¿por qué no se exige a las demás Administraciones territoriales y, en particular, a las comunidades, un esfuerzo similar? A nuestro juicio, por una razón fundamental, porque no se puede bajo el marco normativo actual. Es cierto que la Ley Orgánica 5/2001, de 13 de diciembre, Complementaria a la Ley de Estabilidad Presupuestaria, prevé consecuencias en caso de que las comunidades incumplan el objetivo de estabilidad. Pero tales consecuencias no evitan una situación de déficit excesivo y que, incluso, no sea corregido, ya que no van más allá de restringir autorizaciones para el endeudamiento y de hacer corresponsable a la comunidad de que se trate de las responsabilidades ante la Unión Europea. Pero, insistimos, es posible que el gasto de las comunidades determine el incumplimiento de los compromisos españoles ante las instituciones comunitarias.

Así las cosas, tal y como reconoció la vicepresidenta económica, sólo cabe apelar a la lealtad institucional de las comunidades autónomas, de forma que, mediante los acuerdos adoptados por el Consejo de Política Fiscal y Financiera, cooperen en el cumplimiento de estos objetivos de política económica general.

Ahora bien, la actual crisis ofrece una oportunidad, en este ámbito, como en tantos otros, de revisar el funcionamiento de las instituciones. Así, es preciso recordar que, con buen criterio, el constituyente reservó a la competencia exclusiva del Estado la dirección de la Hacienda general, lo que legitimaría la imposición de mayores restricciones presupuestarias a las comunidades. Sin duda, creemos que la cooperación y la lealtad institucional constituyen el camino correcto para regular las relaciones financieras entre el Estado y el resto de Administraciones territoriales. Ahora bien, en una situación extraordinaria de crisis y si dichos mecanismos de colaboración no funcionasen, ¿resultaría justificado que el Estado asumiera temporalmente la gestión de alguna competencia autonómica? Alternativamente y de forma menos drástica, ¿pueden imponerse sanciones más severas relacionadas con la financiación futura de la comunidad afectada? Merece la pena reflexionar sobre estas cuestiones.

Javier Martín Fernández. Socio director de F&J Martín Abogados y profesor de Derecho Financiero y Tributario de la Complutense

Archivado En

_
_