Latinoamérica y la seguridad jurídica
La decisión de Hugo Chávez, presidente de Venezuela, de devaluar el bolívar a la mitad de su valor, puede haber ocasionado a Telefónica un quebranto de unos 1.000 millones de euros por dividendos no repatriados, a los que habrá que sumar el efecto en los beneficios futuros, y otras pérdidas de cuantía no tan abultada a otras cuantas multinacionales que habían confiado la expansión de su negocio a la economía venezolana en los últimos años. La operadora española, no obstante, aclaró que mantiene sus previsiones de beneficio y retribución a los accionistas en el corto y medio plazo. BBVA podría resentirse en otros 200 millones, mientras que Repsol, que factura sus operaciones en dólares, Iberdrola o Mapfre, también con intereses en el país, aclararon ayer que la medida no perjudicará sus cuentas de resultados.
La devaluación, a pesar de ser un recurso extremo y desde luego censurado en las economías competitivas, ha vuelto a la palestra en la última crisis como solución en países con grandes desequilibrios productivos, que acumulan lacerantes pérdidas de competitividad. Ha ocurrido en los países del este de Europa en los dos últimos años, y es moneda común en pequeñas economías emergentes. Pero lo es también en economías cerradas, con el control de cambios intervenido, con grandes necesidades de divisas para financiar las compras en el exterior y en las que la moneda local carece del reconocimiento financiero de los mercados, además de tener estructuras políticas pseudodemocráticas. Venezuela acapara todos esos ingredientes y es hoy seguramente el mejor ejemplo de pretendida autarquía económica, insostenible con las reglas de mercado libre por las que se rige la globalización.
Maniobras como la emprendida por el Gobierno de Hugo Chávez, por otra parte esperada por los mercados ante la imperiosa necesidad de divisas que llevaba a la moneda local a cotizar en el mercado negro a cuatro veces el precio que marca el banco central que la emite, son también los ejemplos clarividentes de inseguridad jurídica que las empresas detestan cuando afrontar una inversión fuera de su territorio natural. En todo caso, la práctica contra el libre mercado es norma en Venezuela desde que Chávez gestiona su populismo autoritario, su estrambótica revolución, con aureola de pretendido libertador de la región. Además de marcar el precio de la moneda que usan los venezolanos, dice cuándo sí y cuándo no, en qué cantidad y a qué precio, pueden las empresas repatriar los beneficios que han obtenido de sus negocios en territorio venezolano, lo que convierte a la actividad empresarial para extranjeros en una lotería en la que los resultados se contabilizan siempre a ritmo de pedrea.
América Latina había dado pasos notables en la conquista de la seguridad jurídica que le garantice la llegada de las inversiones que pongan en marcha algunas de las economías más atrasadas del planeta. Esta semana ingresa en la OCDE, club de exquisita exigencia con las normas internacionales, Chile, que debiera convertirse en una avanzadilla para otros países del cono sur en la institución. Pero actitudes como la de Chávez, extendida a Bolivia y otras pequeñas economías de la zona, y replicada de manera particular por la Argentina de los Kirchner, ponen en cuarentena los avances de los últimos años.
Pero el mundo seguirá creciendo, y las corporaciones extranjeras, las españolas también, seguirán buscando sus oportunidades de negocio allí donde se respeten los derechos del capital, con el justo equilibrio con los derechos de los países soberanos que lo acogen. Y polos atractivos como Brasil, Chile, México o Paraguay absorberán infinidad de recursos que en condiciones normales se repartirían en toda América Latina. Sin respeto a las normas internacionales y a unas reglas de juego aceptadas por todos, no hay inversión, y sin inversión, no hay progreso.
Latinoamérica había esquivado la crisis con relativa facilidad, sobre todo por la pujanza de unas cuantas economías emergentes. Pero gestos como los de los últimos días en Argentina y Venezuela pueden torpedear buena parte de los avances. Las instituciones internacionales, y los Gobiernos democráticos y con prestigio reconocido, incluido el español, deben presionar para evitar este tipo de prácticas y dar garantías a los intereses exteriores allí presentes.