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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Los fundamentos de la reforma laboral

El número de desempleados que las oficinas públicas de registro consideran como tales ha cerrado el año en su máximo histórico: 3,923 millones de personas. Casi 800.000 parados más que hace un año (un 25,4% más), y 1,9 millones más que en 2007, cuando se tocaba el mínimo cíclico de desempleo. En paralelo, la Seguridad Social ha cerrado el ejercicio con 17,64 millones de ocupados, con una pérdida de 665.000 en el año, y de 1,56 millones desde que registrase su máximo en diciembre de 2007. En resumen: los dos años de crisis han costado más de millón y medio de empleos, y como consecuencia del avance vegetativo de los activos, dos millones de desempleados. Ninguna de las dos cifras resiste comparación razonable con lo ocurrido en otras economías, donde la destrucción ha sido más limitada y las tasas de paro apenas han avanzado dos o tres puntos porcentuales: Francia, Alemania o EE UU registran tasas que rondan el 10%, pero España se estremece con valores que se acercan al 20%.

Además, mientras los sistemas productivos de las economías maduras comienzan a encender la mecha de la recuperación al hilo de la fortaleza de los países emergentes, España no asoma entre las economías dinámicas en ninguna de las previsiones internacionales, y parece que caminará a una tercera velocidad al menos durante 2010. Y, por si fuera poco, los indicadores que recogen las dificultades empresariales para los negocios siguen aflorando un significativo ajuste de plantillas, concentrado en empleo indefinido, una vez cuasi agotado el ajuste fácil y asequible de temporales.

Mientras no haya avance del empleo, no habrá recuperación real; en eso coincide con el consenso general hasta el Gobierno. Y coincide también, aunque no lo haga en los contenidos, en la necesidad, negada durante dos años, de hacer una reforma laboral que rescate la ocupación.

Pero tal reforma, que será más efectiva cuanto más grado de respaldo institucional tenga, no debe quedarse en los planteamientos nominales que hacen los sindicatos y el Ejecutivo. La fuerte pérdida de empleo, además de paralizar las expectativas de la sociedad y congelar los proyectos de vida de colectivos crecientes, embarga cantidades muy importantes de recursos públicos, reduce los ingresos impositivos, eleva el déficit fiscal y resta recursos para la actividad productiva. Por tanto, la reforma no puede limitarse a atractivos maquillajes de las figuras de contratación, la protección o los convenios. La reforma debe remover todas las normas que afectan a los costes del factor trabajo, porque sólo una reducción razonable de los mismos devolverá a la economía la cuota de competitividad perdida, y con ella, los niveles de ocupación.

La reforma del mercado de trabajo debe reducir el abismal diferencial que existe en las indemnizaciones por despido en función del tipo de contrato, y que ha fracturado y dualizado el mercado. Debe hacerlo porque también es un coste laboral y, al ser el más alto de la OCDE, a menudo disuasorio para contratar. Un nuevo contrato con despido más barato, incluso a coste creciente en función de la antigüedad, puede ser un instrumento que incentive la contratación. La reforma debe considerar también una reducción de las cotizaciones, un auténtico impuesto al empleo en muchas actividades intensivas en trabajo.

La reforma debe revisar la estructura de los convenios colectivos, para que la negociación gane terreno y acompase las condiciones laborales a las posibilidades reales de cada empresa, y, en la medida de lo posible, con mecanismos de remuneración variable y ajuste los sueldos al desempeño de cada trabajador. Además, debe fomentar el uso de infinidad de mecanismos de flexibilidad interna (horas, funciones, descuelgues, contratos, control del absentismo, etcétera) permitidos por la norma desde 1994, pero bloqueados por los comités por años. Debe acometerse con seriedad la acotación de la ultraactividad de los convenios, para impedir que se conviertan para las empresas en sucesivas cargas que poco tienen que ver con la actividad productiva. La reforma debe revisar también los sistemas formativos para que sean útiles al sistema productivo, con cambios en los itinerarios de la formación continua y la profesional, y debe controlar los mecanismos de cobertura por desempleo, para no despilfarrar recursos escasos que además desincentiven la búsqueda activa de empleo.

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