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Columna
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Cleptomanía en la red

En estos días se ha reabierto el duro debate entre la industria tecnológica, y los internautas como usuarios finales, y los creadores a partir de la posibilidad de corte de sitios web donde se descargan archivos para su intercambio lucrativo. Esta polémica, ya casi superada en la mayoría de países civilizados, devuelve a la primera página de actualidad un conflicto de intereses, pero sobre todo abre un interrogante sobre el cumplimiento de varios derechos fundamentales, por un lado la necesidad de que sea una autoridad judicial la que sancione un delito, y por ende la que vele por la libertad de expresión, y por otro el derecho a la no colectivización de la propiedad privada intelectual.

El debate parte de dos premisas falsas. Por un lado, hay una idea extendida en la red de que los derechos de autor no deben ser remunerados, es decir la propiedad intelectual no hay que pagarla, ya que los contenidos culturales deberían ser gratuitos. La red ha extendido y difundido, con una idea de gratuidad asimilada por la mayoría de usuarios, los contenidos culturales que han permitido expandir una industria muy boyante, y que nadie cuestiona su precio. La segunda premisa es que, dado que el precio del soporte físico del libro o el disco es muy elevado, la lógica económica nos dice que hay que apropiarse de ese producto de forma gratuita, con medios cada vez más sofisticados. La excusa es que la cantidad de intermediarios existentes, más la propia existencia de las gestoras de derechos de autor, son los mayores esquilmadores de rentas del propio autor, por lo que la gratuidad y la apropiación indebida está social y económicamente justificada.

Estas dos premisas chocan con cualquier aproximación económica, pero también jurídica. Partamos de la primera idea sobre la no asignación de valor a la propiedad intelectual. Si esto fuera así, todos los pensadores, investigadores, creadores, no podrían certificar el valor de su trabajo y la inversión en capital humano y físico que se hace con ellos. Una sociedad que da un valor nulo al pensamiento y a la creación resulta ser una sociedad atrasada, como en algún sentido es la española. La escasa valoración social de los pensadores, creadores y científicos explica, en buena medida, la escasa presencia de los mismos, el bajo número de patentes que albergamos y el irrisorio número de creadores que pueden vivir de su trabajo. La vieja idea de que inventen ellos, la fuga de cerebros que asuela a nuestro país y la vergüenza que deberíamos sufrir porque nuestros creadores tengan que emigrar, se explica por esta falsa idea de que la cultura o la ciencia debería ser gratis y ponerla al servicio de los ciudadanos. De esta manera será casi una quimera que podamos cambiar nuestro modelo de producción, y además podemos estar abocando al fracaso a toda una industria como es la cultural, que en el resto de países se cuida y se retribuye para que pueda ser autosuficiente.

El segundo aspecto es todavía más inconsistente. El elevado precio de un producto justifica su apropiación indebida, basado en la existencia de demasiados intermediarios y gestores de derechos. Por poner algunos ejemplos, a nadie se le ocurre asaltar una frutería porque la diferencia entre el precio de origen y del de venta al público a veces se multiplique por cien. La vivienda, que ha sufrido una inflación galopante, y es un derecho constitucional, debería ser objeto de ocupación, las que estén vacías, por su elevado precio. Pero lo que sí realmente es caro es el vehículo por el que nos conectamos a internet, la línea ADSL, que pagamos casi un 20% más que nuestros socios. ¿Alguien se rebela contra las telefónicas por el elevado precio y baja calidad de las líneas ADSL?

En resumen, la existencia de dos ideas falsas han calado entre los usuarios de contenidos culturales, apoyados por la industria de soportes tecnológicos, que no sería nada sin dichos contenidos. Si la cuenta de resultados de la industria es importante, también lo es la remuneración de la propiedad intelectual. Por supuesto, las actuaciones que se tengan que realizar deberán cumplir escrupulosamente los preceptos jurídicos y constitucionales, pero para combatir un delito, como es la piratería, las amenazas deben ser creíbles, y si no analícese cómo se han reducido los accidentes de tráfico.

Alejandro Inurrieta. Economista y concejal por el PSOE del Ayuntamiento de Madrid

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