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La opinión del experto

El equipo del almirante Blas de Lezo

Álvaro Martínez-Echevarría ensalza la batalla que libró el marino español frente al inglés Edward Vernon en Cartagena de Indias. El resultado no tuvo que ver con la magnitud de la flota, sino con el espíritu de grupo.

Sorprende que los hechos del pasado se conviertan en cuestiones de actualidad. Pero cualquier viajero español, en naciones desarrolladas de nuestro entorno, sentirá desazón al ver cómo allí rinden culto a sus figuras señeras y a los momentos emblemáticos de su historia. En España ocurre lo inverso, olvidando a los mejores de los nuestros. Y, como muestra, no digo un botón sino un entorchado, un entorchado naval que destaca uno de los capítulos más sorprendentes e ignorados de nuestra historia. Ocurrió en 1741.

Cuando el esplendor de España parecía iniciar su ocaso, Inglaterra lanzó al océano la mayor flota de desembarco que jamás conociera la historia: 186 buques de guerra y 24.000 hombres al mando del almirante Vernon. Su objetivo era ocupar Cartagena de Indias, principal plaza fuerte de España en el Caribe, y desde allí apoderarse del Imperio Español en América. Para defender Cartagena, España sólo contaba con seis barcos, 2.400 marinos y soldados y, al frente de ellos, un almirante vasco, Blas de Lezo, que combatiendo en defensa de su honor y su bandera, había ido quedando tuerto, cojo y manco.

Era tal la desproporción de fuerzas que Inglaterra acuñó monedas celebrando la victoria, meses antes de que ésta se produjera. Después de tres meses de combates, contra todo pronóstico, los españoles seguían aguantando y los ingleses no lograban tomar Cartagena. El ultimo baluarte español que resistía, con apenas 200 defensores, era el castillo de San Felipe y el oficial al mando decidió, desafiando la lógica, ordenar una sorpresiva carga a la bayoneta y arengó a los suyos: "nosotros sabemos cuantos son ellos, pero ellos no saben cuantos somos nosotros; sólo saben que somos españoles y que somos capaces de entregar la vida en defensa de un ideal". Y aquellos magníficos insensatos, calaron sus bayonetas, entonaron la salve marinera, y arremetieron. Lo admirable es que lo hicieran. Lo increíble fue que, ante la embestida de aquella cuadrilla de mirada febril, entre las filas inglesas cundió el pánico y precipitaron la mayor derrota que jamás sufriera la armada británica.

El rey Jorge de Inglaterra ordenó no escribir una sola línea sobre esa batalla y, hoy, en la abadía de Westminster, puede verse una imponente tumba en honor al almirante Vernon, cuyo epitafio reza: "...en Cartagena venció hasta donde le permitieron los elementos". Lo sarcástico es que el principal elemento que impidió la victoria de Vernon, el almirante Blas de Lezo, no es que no tenga un monumento funerario, es que ni siquiera se sabe dónde está su tumba, porque por las envidias e intrigas cortesanas, se decidió procesar al desdichado marino y enviar un buque para traerlo preso a España. Pero no pudieron. A consecuencia de las heridas en la batalla, el viejo almirante había muerto; lo enterraron en una fosa común y quedó en el olvido. No es ésta una elegía a los héroes de 1741. Recordándoles, vemos que puede que no seamos tan distintos a ellos; como ellos no lo eran de los que exploraron y colonizaron el Imperio que se salvó en la batalla de Cartagena. ¿Qué es entonces lo que hace tan diferente a aquella España de la de hoy? La falta de unidad ante un proyecto; ante ese ideal común por el que los pobres marinos del 41 estuvieron dispuestos a jugarse la vida.

Una nación no puede ser permanentemente la primera potencia del mundo: lo fue España y, lógicamente, dejó de serlo. Lo fueron y dejaron de serlo Roma, Francia o Inglaterra. Pero tanto Inglaterra, como Francia o Italia, destacan en los foros internacionales de decisión. Resulta desolador ver a España mendigando un asiento en las reuniones del G-20. Más lamentable es comprobar que hay españoles que se alegran de ello. Bien es cierto que, a menudo, son nuestros propios dirigentes los que fomentan la división, desempolvando los hechos más luctuosos de nuestro pasado.

Es estéril la polémica por la retirada de las estatuas al vencedor de la última de nuestras tristes guerras civiles, mientras en las calles de la capital de España continúan predominando efigies de personajes que participaron en guerras fratricidas ¿Dónde está en Madrid el monumento a Elcano a Cortés o Pizarro? Solventar esto, no sería una vacua exaltación histórica. Se trataría de un notable ejercicio de pragmatismo, muy eficaz para demostrar que es mucho más, y mucho mejor, lo que nos une que lo que nos separa. Eso es lo que crea "espíritu de equipo". Nuestros gobernantes, tan aficionados a la búsqueda de tumbas pretéritas, podrían también dedicar algún esfuerzo a encontrar, quizás, la del almirante Lezo. Y levantarle un evocador monumento, conmemorando la grandeza de su gesta olvidada. Recordar lo que todos juntos fuimos capaces de hacer en el pasado, es el primer paso para, en el futuro, ser una nación moderna y respetada.

Álvaro Martínez-Echevarría. Director del Instituto de Estudios Bursátiles (IEB)

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