El indefinido obstáculo de la temporalidad
La contratación temporal arrancó en España en octubre de 1984, cuando el entonces presidente del Gobierno, Felipe González, consiguió un compromiso de la Confederación Empresarial del recién llegado José María Cuevas y de la UGT de Nicolás Redondo para aplicarlo como revolucionario instrumento de fomento del empleo, combinado con dos años de control de los salarios (1985 y 1986). Y funcionó.
La facilidad para contratar que proporcionaba un contrato no causal y para despedir, junto con el primer paquete de medidas liberalizadoras de Miguel Boyer en el comercio y los alquileres, justo a renglón seguido de la socorrida devaluación, encandiló el crecimiento económico y del empleo en la segunda parte de los ochenta. Los costes laborales unitarios arrancaron la década creciendo a dos dígitos y terminaron con un avance del 5%, el PIB recuperó tasas olvidadas y el empleo avanzó un 17% en no más de cinco o seis años, acumulando dos millones de nuevos ocupados, pese a la destrucción de empleo en la agricultura. De repente, en 1990 había en España casi 2,8 millones de trabajadores con una relación laboral temporal. El contrato de fomento de empleo, aquel al que González había fiado la recuperación y del que Solchaga comentó que no retiraría "ni muerto" pese a disparar el seguro de paro, había carburado.
Sin embargo, la solución se había convertido también en un problema estructural. Su abuso había generado tales niveles de rotación entre trabajo y paro que había envenenado el mercado para décadas enteras si no se operaban cambios normativos integrales. La dualidad había llegado para quedarse en un mercado en el que había introducido castas generacionales que servían sólo coyunturalmente a las necesidades de plantilla, pero desincentivaban la formación y el arraigo de los trabajadores, y paralizaban las decisiones personales de generaciones enteras, las más jóvenes, proyectando sobre la economía su precariedad e inseguridad.
El modelo laboral fraccionado ha servido como un guante a las actividades que encontraban, a la vez, estímulo fiscal o mano de obra barata. Así, en el último ciclo alcista hasta cinco millones de trabajadores tenían contrato temporal, y han sido en buena medida pasto del despido en esta crisis, y ahora es precisamente la población más joven la que engorda los colectivos de desempleados y temporales. Su corrección es urgente para evitar una duración excesiva de la recesión, que proyectaría consecuencias sociales irreversibles sobre una generación entera. La salida está en una reforma integral del sistema de contratación y rescisión laboral, para equilibrar los costes tanto del empleo como de su abandono. España siempre ha experimentado fuertes avances de la ocupación cuando se ha abaratado el factor trabajo, ya sea en los salarios, en las cotizaciones o en el despido, cual es el caso de la temporalidad, cuyo coste de rescisión es cero. Un repaso a la historia económica de la democracia revela que la temporalidad se disparó en los ochenta con el coste cero del despido que proporcionaba, y que se disparó de nuevo a finales de los noventa, cuando se redujo el coste del despido individual a 33 días por año, junto con una bonificación generosa en las cotizaciones sociales. Hoy la solución no vendrá de instrumentos diferentes.
Toda reforma debe tender a un abaratamiento o racionalización de los costes laborales, y bien estaría empezar por aquellos injustificadamente altos, como los del despido, tal como todas las instituciones aseguran. Tal abaratamiento es la mejor coartada para poner límites a la precariedad, exigiendo la causalidad que nunca debió conculcarse, para devolver a cotas razonables la temporalidad. Tal modificación debe sazonarse con nuevos estímulos a la contratación a tiempo parcial (temporalidad de jornada) para que se produzca un trasvase de empleo (y de rentas) entre las generaciones maduras y las jóvenes, y así éstas no retrasen decisiones vitales hoy embargadas. Además, el Gobierno debe corregir en la Ley de Presupuestos, con validez en el más remoto de los ayuntamientos, la anomalía de que la temporalidad en la función pública sea hoy más alta que en el sector privado, sólo porque cuando se prohíbe reponer las bajas vegetativas de los funcionarios, los munícipes optan por contratar temporales, en vez de repartir la carga de trabajo como hace la economía privada.