Y todo esto, ¿quién lo paga?
Dice la leyenda urbana, real o apócrifa, que Josep Pla preguntó, al ver en Nueva York la fastuosa iluminación navideña de las calles, “Y todo esto, ¿quién lo paga?” Del mismo modo se podría plantearse la misma cuestión respecto a la crisis actual. ¿Quién la paga? Más allá de los inversores que han visto cómo sus acciones, fondos, bonos o participaciones preferentes han perdido valor, en apariencia el sistema financiero seguirá siendo el mismo antes que después de la crisis.
Un sistema financiero global en el que las actividades de préstamo y depósito de toda la vida se mezclan con otras actividades más propias de un casino, con la pequeña ventaja de que las garantías públicas –convertidas en explícitas de un año a esta parte– para este doble juego. Los mayores requerimientos de capital planteados en el G-20 son, o bien una cortina de humo para no atacar el verdadero problema, o bien un ejemplo de buenas intenciones mal enfocadas. Lehman Brothers tenía un ratio de capital superior al 11% el fin de semana que quebró.
Como apunta el FMI en su informe de estabilidad financiera, “la prioridad debe ser reformar el entorno regulatorio para que la probabilidad de una nueva crisis sistémica se reduzca. Eso no sólo incluye definir de qué modo el capital, las provisiones y los colchones de liquidez deber subir, sino cómo la disciplina de mercado se va a restablecer después del extenso apoyo público a instituciones financieras en muchos países”.
Es decir, no se trata de cambiar alguna regla del juego, sino de jugar a otra cosa. De lo contrario, el respaldo público –y el previsible mayor tamaño de las entidades tras el crac– se convertirá en un incentivo para asumir más y más riesgos, pues dada esta inmunidad diplomática, no hay motivos para que los directivos de banca no los asuman. Lo normal si las pérdidas se socializan, pero los beneficios no.