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Tribuna
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El bueno, el feo y el malo (y II)

El demandante de financiación bancaria se enfrentaba a una mejor información de estos agentes financieros, que conocían buena parte de los problemas en ciernes y sus propias insuficiencias de recursos líquidos. En base a ello, sus ofertas crediticias se veían menguadas en sus importes y además con significativos aumentos en los tipos de las operaciones que estaban dispuestos a concertar.

El colapso financiero de dimensión mundial y sus devastadores efectos en la economía real se ha traducido en una inexorable situación de recesión generalizada en todas las grandes economías. La caída de la demanda, del consumo y de la inversión entraña un irremediable descenso de la actividad productiva y la también inevitable reducción del empleo.

La película tiene ya decididos dos protagonistas. El feo y el malo se resisten a aceptar su intervención en este proyecto cinematográfico. Queda por designar el intérprete del papel del bueno y, lo que es más difícil, escribir el guión de su intervención.

El bueno de la película debe quedar caracterizado como el héroe, capaz de solventar el presente entuerto. Pero nuestro paladín se ve impelido a actuar por razones de supervivencia y compartiendo una buena parte de responsabilidad de los desatinos de los otros dos protagonistas.

La actuación del bueno se ha visto precedida de un diletante debate sobre si se trata del fin del sistema capitalista. Tal vez, esa sea la clave de la crisis y condicionará la evolución futura. Sin embargo, las primeras intervenciones se han ajustado a las tradicionales pautas del sistema capitalista en épocas de crisis. La socialización de las pérdidas es irrevocable después de una radical defensa del carácter privado de los beneficios obtenidos. La moratoria en la aplicación de los principios de libre mercado es demandada por la representación empresarial sin rubor y sin réplica acorde con tal desmesura, salvo que se estime irrelevante tal propuesta.

La utilización de ingentes fondos públicos, inyectados al sistema financiero, debe quedar caracterizada por dos premisas irrenunciables. La primera, la exigencia de una remuneración suficiente de los recursos financieros prestados y, en última instancia, en la medida en que se materialicen aportaciones de recursos propios a ciertas entidades, la titularidad pública de la participación que corresponda a dichas aportaciones.

En segundo lugar, es ineludible que los recursos financieros suministrados al sistema afluyan a las empresas y a los ciudadanos de forma suficiente. El nivel de actividad de los sectores productivos de bienes y servicios y el concatenado nivel de empleo constituyen aspectos claves para superar la recesión.

Para todo ello, la contribución de los recursos públicos y su financiación convierte al erario y, por ende, a los ciudadanos en la figura determinante del proceso de ajuste. El bueno debe actuar por necesidad. Es el imprescindible agente capaz de aportar el colosal volumen de recursos precisos. Pero también, su intervención encuentra su justificación en la necesidad de salvaguardar los propios intereses de los ciudadanos.

El capitalismo popular ha ampliado la base de inversores en los mercados financieros y sus quebrantos se han materializado en los mercados bursátiles, en fondo de inversión y de pensiones, en productos asegurados… Perder entra en las reglas de juego de los mercados, pero no puede obviarse una posición cautiva de aquellos inversores respecto a la actuación de gestores que han desatendido las exigencias de transparencia que, en ocasiones, han obedecido a intereses de terceros y, en muchos casos, han puesto de manifiesto su propia incompetencia. Y lo grave no sólo es lo hecho hasta ahora, sino lo que puedan hacer en el futuro inmediato. El modesto inversor, con un patrimonio seriamente erosionado, sirve de coartada para otros grandes inversores que presionan en demanda de políticas activas en los ámbitos financieros y de la economía real.

Y qué decir del amplio colectivo de damnificados. El empresario que se ha visto constreñido por una caída de la demanda y estrangulado en su financiación; el trabajador, sumido en un proceso de ajuste radical en el nivel de empleo, que engrosa la cifra de parados o alberga serias incertidumbres sobre su permanencia en su puesto de trabajo, en la evolución de sus retribuciones salariales y en el devenir de las coberturas sociales de un Estado abocado a incurrir en un significativo déficit en sus cuentas.

Nuestro amplio colectivo del protagonista bueno se juega mucho en el empeño. No son solamente los recursos públicos requeridos, es la imperiosa necesidad de confiar en la superación de tan singular como importante crisis.

Las expectativas constituyen un elemento catalizador del funcionamiento de los mercados y, en este momento, deben ser optimistas. Medios humanos y recursos técnicos han permitido que la economía española haya sido vanguardia en años pasados.

No obstante, los habituales críticos y prescriptores de opinión han redoblado sus esfuerzos resaltando la gravedad de la crisis, pero omitiendo que muy pocos de ellos habían sabido pronosticar el alcance y profundidad del decrecimiento que estamos experimentando. Si a este grupo añadimos los pesimistas augurios de conspicuos gurús y de las prestigiosas agencias de calificación, la realidad no puede ser otra que un convencimiento de que vamos a salir de esta crisis y, además, más pronto que tarde.

La película tiene en contra la crítica, que ataca un formato convencional en el que pueda ganar el bueno. Pero el público dará la espalda a la crítica especializada. La compra de entradas será una manifestación del deseo de los ciudadanos de ver a un protagonista, que somos todos, que nos saque, que salgamos, de la crisis en la que estamos. Dejemos, por ahora, los reproches y vayamos al cine para ver esta película.

Eso sí, que durante la proyección no tengamos que oír las interrupciones de conspicuos espectadores, que asisten a la sesión sin pagar la entrada y que hablan, comentan, destripan el guión y avanzan las posteriores escenas. Y algunos tendremos que decirles: ¡que se callen!

José Miraclé. Economista

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