Los déficits fiscales y el efecto exclusión
España tiene una querencia enfermiza al gasto público y, por la debilidad endémica de su modelo productivo, al déficit fiscal. Como en el caso de la inflación, que supone subidas de precios no acompañadas de mejoras de los productos y los servicios, el déficit es considerado por la ciudadanía como la bendición económica que mejor redistribuye la riqueza generada, sin reparar que se trata, como la inflación, de uno de los desequilibrios más paralizantes de la actividad económica si mantiene un carácter estructural y más disolventes de la riqueza.
Tal es el aprecio que la sociedad española reserva al gasto público y tan poca la disciplina que los sucesivos Gobiernos de la democracia han demostrado ante esta variable que desde que Enrique Fuentes Quintana puso al día las finanzas estatales en 1978, y afloró los primeros números rojos tras el ciclo boyante que arrancó en 1959, sólo en tres años recientes las cuentas estatales han tenido capacidad de financiación.
La sociedad y sus gobernantes, acostumbrados al paternalismo franquista que protegía los derechos económicos y sociales, preservaba los privilegios sectoriales y frenaba todo intento de competencia dinamizadora, tardaron en entender que el papel del Estado, para contribuir de manera eficiente al desempeño de la economía, debía limitarse a la gestión de los servicios fundamentales. Pero cuando lo hicieron, con ayuda del euro, contemplaron la etapa más dilatada de crecimiento que se recuerda, sin echar mano de las tradicionales armas correctoras de los desequilibrios, que no eran, como las devaluaciones competitivas de la peseta, más que trampas en el solitario que cercenaban la riqueza.
Ahora, para combatir la crisis, pero con desmesurada convicción, el Gobierno ha expandido el gasto público de forma preocupante. Entre el déficit estructural que sigue alojado en el presupuesto sin que nadie pregunte por él (no menos del 3% del PIB), el generado por el ciclo para atender los derechos subjetivos de la ciudadanía y la consiguiente pérdida de recaudación (no menos de otro 4%) y el inyectado como estímulo de la actividad económica (pongamos otro 4%), el saldo fiscal negativo de este año no será inferior al 11% del PIB, ratio desconocida en la economía, pese a su tradicional apego al gasto.
Otra cuestión es si esta cantidad será definitiva, o si las derramas la llevarán hasta el 12% o el 15% del PIB, como pronostican algunos expertos, aún sin contabilizar los desembolsos para costear la crisis financiera, que, aunque no se consideran déficit excesivo por Bruselas, es dinero que debe emitir el Tesoro, que debe financiar el ahorro privado y cuyo coste deben cubrir los contribuyentes.
Los números rojos son parecidos a los de cualquier otra economía desarrollada (aunque en Europa sólo Irlanda supera a España). Pero el dilema ahora es si es suficiente para mantener el hilo de demanda interna que sostiene ahora la economía, y que podría irse al traste si desapareciesen los estímulos fiscales. Lo que sí es obligado es devolver las cuentas públicas al equilibrio cuanto antes. El Gobierno ha asegurado que en 2012 las tendrá de nuevo con saldo negativo de sólo el 3% del PIB, como Bruselas exige. Pero no será fácil llegar en tal fecha. De hecho, casi nadie, salvo el Ejecutivo, apuesta un euro por ello.
Pero es obligatorio por el bien de la economía de España y el bienestar de sus moradores. Aunque autonomías y municipios tiren del gasto sin rendir cuentas de él, el Estado debe forzar la vuelta al equilibrio para colocar a la economía en condiciones de soportar nuevos repuntes de gasto público como los que generará el envejecimiento de la población en no más de 10 años. Quien más puede ayudar a volver a los números negros es la propia actividad económica, pues nada como un crecimiento potencial y efectivo superior al 3% para tapar los desfases. Pero para ello el Gobierno tiene que ayudar a la economía. Un déficit excesivo precisa de tipos altos para financiarse, y de forma automática genera un crowding-out efect en el reparto de los recursos, un efecto exclusión en la financiación de la inversión privada para atender las necesidades del Tesoro. Tal posibilidad, que se ha repetido a lo largo de la historia con efecto paralizante sobre la economía, debe ser evitada sí o sí.