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Columna
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Los fondos sin fondos

Las últimas previsiones macroeconómicas conducen inevitablemente al pesimismo, según el autor. A este poco halagüeño panorama se suma ahora la reforma del sistema de financiación autonómica que, en su opinión, abocará a la catástrofe en las cuentas públicas

Durante las últimas semanas las previsiones relativas a nuestra economía no han cesado de empeorar. Si en su actualización del Programa de Estabilidad (sic) el Gobierno aventuraba para este año un descenso del PIB del 1,6%, la Comisión Europea lo elevó al 2% y pronosticaba, de un lado, que en 2010 el paro será tres puntos porcentuales superior al previsto por nuestros dirigentes -18,7% frente al 15,7%- y, por otro, que el déficit presupuestario equivaldrá al 6,2%, y suponiendo que la deuda pública sea el 53% del PIB -a finales de 1995, pocos meses antes de que Pedro Solbes abandonará su actual cargo en el último Gobierno de Felipe González, esos porcentajes fueron del 6,6% y del 63%, respectivamente-.

Pues bien, con tan rosado panorama el presidente del Gobierno, en cumplimiento de la promesa hecha en el Estatuto de Cataluña, ha emprendido la oportuna tarea de reformar el sistema de financiación autonómica establecido por el Gobierno del PP en 2001. Como es bien sabido, los compromisos entre autonomía, solidaridad y suficiencia financiera que deben sostener el sistema han mostrado insuficiencias claras desde hace muchos años, insuficiencias que han provocado tantas más tensiones cuanto se comparaban con los regímenes forales reconocidos al País Vasco y a Navarra. Porque, como ha señalado un especialista en la materia, no sólo constituyen éstos un ejemplo inverso al común -en este último la capacidad de gravar se sitúa en la Hacienda central y son las autonomías las que reciben transferencias mientras que en aquéllos es la Hacienda foral la que grava y la central la que recibe transferencias-, sino que con una presión fiscal equiparable los ciudadanos vascos y navarros cuentan con unos recursos superiores a los del resto de España debido a que apenas asumen gastos redistributivos. Como es lógico, el nuevo Estatuto catalán pretende acercarse al modelo foral y obtener cada vez más recursos, algo que persiguen también autonomías como Madrid, Baleares y Valencia, quejosas de aportar más de lo que en su opinión debieran.

El nuevo sistema que el Gobierno pretende implantar busca armonizar tres propósitos:

l Mejorar la financiación de las autonomías para así asegurar el bienestar de todos los españoles, incentivando la corresponsabilidad fiscal mediante el aumento del porcentaje de los impuestos cedidos a éstas y otorgarles mayor capacidad normativa sobre los mismos.

l Atender a la necesaria solidaridad creando distintos fondos -de garantía, suficiencia, convergencia, cooperación y competitividad- cuyos objetivos no sólo son el asegurar en condiciones de equidad la prestación de los servicios públicos fundamentales y no pocos no tan fundamentales sino también que ello se logre mediante la aplicación de variables y criterios actualizados y flexibles, a la par que claros.

l Por último, y aun cuando este aspecto no suele mencionarse, asegurar que, con todo, seguirá existiendo un Gobierno central con capacidad suficiente para preservar el equilibrio entre autonomía y solidaridad que caracteriza a cualquier Estado digno de ese nombre.

Cuando uno concluye la lectura de la escasa información facilitada sobre los principios de la propuesta gubernamental le asaltan tres preocupaciones: primero, que navegamos, acaso sin darnos cuenta, hacia un sistema -la generalización del Cupo foral- que supondrá, se quiera o no, la quiebra de la Hacienda central y su incapacidad de asegurar la solidaridad interterritorial, cuyo mantenimiento es obligación que se le supone. Además, se producirían graves problemas de gestión tributaria pues la experiencia obtenida hasta ahora no permite confiar en una coordinación viable y eficaz -¿se imagina el lector, por citar únicamente un ejemplo, cuáles serán los resultados de la prevista delegación en las comunidades de la revisión en fase económico-administrativa de los actos derivados de la gestión tributaria de los impuestos estatales?-.

Por último, aun cuando no conocemos las cifras, el desarrollo de las conversaciones entre el presidente del Gobierno y los de las comunidades hace sospechar que la estrategia de prometer a cada uno lo que estaba buscando desembocará en un sistema incoherente pero que seguirá sin satisfacer a todos aquellos a los cuales les importa su posición en relación con los otros más que el resultado obtenido en sí.

Y todo ello con el telón de fondo de unas previsiones -las últimas del propio Gobierno- que cifran en una media del 4,8% el déficit público para el trienio 2009-2011, aproximadamente 50.500 millones de euros anuales, sin contar la sobrecarga que originará el sistema de financiación autonómica que se está comentando. ¿Cómo se financiará ese ingente déficit? ¿Cuánto costará y en qué medida agravará desequilibrios futuros de las cuentas públicas, retroalimentando una carga financiera cada vez más onerosa y un déficit cada vez más difícil de financiar? Interrogantes que, modestamente creo, justifican el título de esas líneas.

Hay sin duda razones para el pesimismo. Desde 1978, cuando se inició el proceso de traspaso de competencias y descentralización del gasto hasta hoy, todas las normas legales y los sucesivos acuerdos en la materia han resultado incapaces de solucionar los problemas básicos de un modelo que haga compatibles una estructura política descentralizada a la par que eficaz. Sinceramente, creo que la solución pasa por la catástrofe e intuyo que nos aproximamos con rapidez a ese punto. Pero también dudo de nuestra capacidad para construir un sistema válido una vez desalojados los escombros.

Raimundo Ortega . Economista

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