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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Desigualdad en la Dependencia

El envejecimiento de la población y los cambios en las estructuras sociales han provocado casos flagrantes de desatención de personas dependientes. Sólo el apoyo de las familias evita que muchos de estos ciudadanos caigan en la marginalidad por falta de plazas en residencias a precios asequibles. La Ley de Atención a la Dependencia se ha convertido en una solución acertada a un problema cada día más acuciante. Sin embargo, la puesta en marcha del nuevo derecho reconocido desde el Gobierno central y ejecutado por los autonómicos está haciendo saltar las alarmas.

Los estamentos involucrados hablan, directamente, de caos ante la disparidad en su aplicación. Cada Gobierno regional está priorizando distintos tipos de prestaciones y manteniendo diferentes ritmos de ejecución. Así se pone de manifiesto en los datos que baraja el Ministerio de Trabajo a cierre del pasado año, que demuestran, una vez más, que la atención varía de forma inaceptable según el lugar de empadronamiento. La asistencia en residencias, objetivo último de la norma elaborada en la primera legislatura de José Luis Rodríguez Zapatero, deja patente esta discriminación social por motivos geográficos. Del total de prestaciones reconocidas hasta la fecha al amparo de la ley, sólo el 15% se circunscribe a la atención en estas instalaciones especializadas.

Pero lo más relevante es la variación entre unas comunidades y otras. Como muestra, Madrid dedica casi la mitad de las prestaciones a costear residencias, mientras que, en el otro extremo, en Murcia son nulas las prestaciones dedicadas a la atención residencial. Pero la muestra más evidente de que la ley no está cumpliendo con su función asistencial es que al menos un tercio de las ayudas se limitan a una aportación económica para aquellas familias que asumen el cuidado de sus personas dependientes. Es decir, lo que se contemplaba como una excepción en el espíritu y la letra de la ley, se ha convertido en una generalidad, desvirtuando ese sentido asistencial de la norma y recortando a la vez su capacidad de crear empleo.

La atención de las personas dependientes es una necesidad social y el destino de fondos públicos está sobradamente justificado. Sería una irresponsabilidad que acabe convirtiéndose en un mercadeo político que genere discriminación entre comunidades. La ley es igual para todos los españoles y, por tanto, así debe ser su aplicación. En este sentido, algo está fallando claramente y es necesario ajustar las prestaciones para asegurar que ningún ciudadano que no se pueda valer por sí mismo quede postergado en este nuevo derecho.

El Gobierno central tiene la obligación de controlar que los fondos para la dependencia se gastan conforme a lo establecido en la ley, y que las comunidades no frenan el desarrollo de la norma por problemas presupuestarios. El cuidado de las personas dependientes no puede quedar al albur de los ciclos económicos. Pero igualmente, los fondos públicos deben ser usados con equidad y, sobre todo, eficiencia. Subsidiar a las familias debe ser una solución temporal hasta que se garantizan plazas suficientes en residencias de calidad donde la asistencia sea profesional. Ese es el reto que, de momento, no se está cubriendo.

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