A pesar de todo, viva la vida
Felipe Portocarrero ensalza la figura y el espíritu luchador de la pintora mexicana Frida Kahlo, con más de 30 operaciones en su cuerpo, como ejemplo para salir adelante en tiempos duros
Coyoacán, en la afueras de México DF, 1954. Una mujer, joven aún pero con un cuerpo roto por más de 30 operaciones, sumida en un dolor constante, sólo atenuado por el alcohol, las drogas y los medicamentos, pide que la ayuden a levantarse de su cama. Meses antes le habían amputado su pierna derecha por una gangrena, golpe que le afectó mucho anímicamente, a pesar de que escribió en su diario pocos días después Pies pa qué os quiero, si tengo alas para volar. Pide a su hermana y a la enfermera que le aten a una silla, ya incapaz de controlar los movimientos de su deshecha espalda (árbol de la esperanza, llamó a su columna vertebral hasta que se rindió a la evidencia de que no tenía arreglo) y con mano temblorosa pinta el que será su último cuadro; un bodegón con unas sandías abiertas que titula ¡Viva la vida!. Su fortaleza espiritual y su compromiso político, al que fue fiel toda su vida, todavía le darían fuerzas para ir a una manifestación gravemente enferma de neumonía, lo que adelantó su fallecimiento unos días después. Frida Kahlo moría siete días después de haber cumplido 47 años.
Cuando tenía 18 años sufrió un terrible accidente que le afectaría durante el resto de su vida. Un tranvía chocó con el autobús en el que iba con su novio, y el pasamanos de acero la atravesó, penetrando por el costado izquierdo y saliendo por la vagina. Los daños causados fueron demoledores y los médicos se asombraron de que saliera con vida del mismo: su columna se rompió por tres partes, se partió el cuello del fémur al igual que las costillas, tuvo once fracturas en su pierna izquierda, el pie derecho aplastado y dislocado como el hombro izquierdo, y el hueso pelviano se le rompió en tres partes.
El demoledor parte médico hizo que su madre perdiera el habla y no fuera a verla hasta pasado un mes del accidente, que su padre, para el que Frida era la hija preferida, se enfermara y no pudiera verla hasta 20 días después. Tan sólo una de sus hermanas la acompañó durante los tres meses que tuvo que guardar cama en el hospital de DF donde fue ingresada. Pero su vitalidad y su resistencia pudieron con todo y a pesar de los dolores tremendos que le significó la recuperación, un mes después ya bromeaba, con el delicioso humor negro mexicano, por carta con su novio escribiéndole que cómo suele decirse, no hay que fiarse de ladridos de perro, ni de lagrimas de mujer.
Es precisamente en la recuperación en su casa de Coyoacán (hoy Museo Frida Kahlo), clavada en el lecho y con la mayor parte del cuerpo enyesado, cuando decide que la pintura es algo por lo que merece la pena vivir. Sus padres le construyen un baldaquino encima de la cama con un espejo, para que pueda servirse de ella misma como modelo. La cama y el espejo la acompañarán durante toda su vida. Un tercio de sus pinturas son autorretratos.
Con todo, Frida bromeaba diciendo éste fue el menor de los dos accidentes graves de su vida: el mayor y más importante sería su relación durante 25 años con Diego Rivera, genial pintor y muralista mexicano, pero de una notoria inmadurez afectiva, al que adoró hasta su último suspiro a pesar de sus múltiples infidelidades (incluso con la más querida y cercana de sus hermanas). Diego Rivera, que a su manera siempre la quiso como mujer y la admiró sinceramente como pintora, describió su obra como ácida y tierna, dura como el acero y delicada y fina como el ala de una mariposa, adorable como una hermosa sonrisa y profunda y cruel como la amargura de la vida.
En tiempos difíciles como los que nos tocan pasar, Frida es un ejemplo de supervivencia ante la adversidad, de resistencia y de compromiso sincero y permanente con el amor, con sus creencias políticas y sociales, con su profesión y con la amistad. La polio que le afectó a los seis años, el brutal accidente del que nunca se recuperó, la sífilis que padeció, los dos abortos que frustraron su anhelada maternidad y la convivencia con un artista cuya genialidad era pareja a su complejidad como persona, nunca le hicieron rendirse y abandonarse a su tragedia vital, como hubieran hecho la mayoría de las personas en su situación. La niebla de su dolor sólo es la cortina de la luz maravillosa de su fuerza vital, su fina sensibilidad, su inteligencia esplendorosa y su fuerza invencible para luchar por vivir y enseñarnos a todos, más de 50 años después de su muerte, cómo se resiste frente a las contrariedades y se triunfa sobre ellas a pesar de dejar la vida en el intento.
Su humanidad y su sencillez, adorando y admirando a Diego como un talento superior al suyo, hizo que no le diera importancia que el Museo de Louvre le comprara una obra en vida (la primera que compraba el museo a una mujer) y que seguramente sólo le hubiera provocado una carcajada saber que estableció un récord en Sotheby's, en el 2000, al pagarse por un autorretrato suyo el precio más alto pagado en una subasta por una obra de una mujer y, finalmente, que hoy en día, las contadísimas obras suyas que se ponen en venta, cotizan por precios superiores a los de su marido.
Felipe Portocarrero. Director de Portocarrero & Asociados