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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El riesgo no está en la deflación

En cuatro meses la preocupación por una inflación desbocada (tocó en julio el 5,3%) ha dado paso al desconcierto por la abrupta caída del índice hasta el 2,4% en noviembre. Tras el optimismo inicial por la corrección de los precios, algunas voces han dado la alarma ante el riesgo de que la frenada sea mayor de lo aconsejable y acabe en deflación. Quizá sea un poco precipitado empezar a preocuparse por esta posibilidad.

El rápido descenso de la inflación es fruto del derrumbe del precio del petróleo -el Brent ha bajado 100 dólares desde verano- coadyuvado por la atonía del consumo ante una inevitable recesión y un paro que roza los tres millones. Además, las expectativas de los agentes económicos (consumidores e inversores) están en mínimos, lo que apunta a que los problemas continuarán a medio plazo. Pero, aunque la debilidad del consumo contribuya, los datos de noviembre muestran que la bajada del IPC está directamente relacionada con los vaivenes del crudo. Al menos en España, la cesta de la compra se encarece o abarata dependiendo de los surtidores de gasolina. Así, los fuertes precios alcanzados en julio, cuando el barril sobrepasó los 145 dólares, apuntan que el efecto escalón puede colocar la inflación en niveles negativos en verano, sobre todo si el petróleo continúa alrededor de los 40 dólares. Pero que el IPC se sitúe por debajo del cero durante unos meses no significa que devenga la temida deflación.

Para que esto sucediese, la caída de los precios debería ser generalizada y los agentes económicos han de instalarse en la creencia de que continuarán las rebajas. Lo primero, de momento, no está sucediendo, pues el índice de precios de servicios continúa en un altísimo 4%. De hecho, la inflación subyacente -exceptuando la energía y los alimentos frescos- se ha mantenido más o menos estable en el año con un máximo del 3,5% en verano y el mínimo del 2,7% en noviembre. Su descenso es alarmantemente lento. Respecto a las expectativas de los consumidores, existe una sensación generalizada de que los precios deben caer aún más, sobre todo en bienes duraderos como automóvil o menaje. Esta justificada intuición está retrasando las decisiones de compra. Quizá, si las rebajas fuesen más contundentes -y no tan escalonadas-, los compradores empezarían a aceptar que los precios han tocado ya fondo. Cuando llegue ese momento, es imprescindible que se haya normalizado el mercado crediticio y el euríbor haya acompasado sus bajadas al ritmo marcado por el BCE, como demanda Jean-Claude Trichet.

Pero por encima de todo, sería grave que el temor a la deflación oculte el problema de la economía española, que sube precios con rapidez a poco que presione la demanda. El sistema de fijación de costes y de precios ha convertido a España en un país amigo de la inflación. Como muestra, en los últimos diez años la alimentación ha subido 13 puntos más en España que en la zona euro y en frutas y verduras -a pesar de la calidad y cantidad de la producción- la diferencia es de 25 puntos. Estos son los riesgos que deben preocupar a los agentes económicos y al Gobierno más que el fantasma lejano de la deflación, y acometer las reformas que incentiven la oferta y estimulen la moderación estructural de los precios.

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