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Columna
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Excelencia universitaria y selección del profesorado

En los últimos 30 años hemos asistido a cambios sustanciales en la Universidad española. Ante todo, a un espectacular incremento en el número de universidades, que nos ha situado, prácticamente, en el modelo de Universidad provincial, y a un no menos espectacular aumento de las titulaciones impartidas, que han seguido un proceso de progresiva especialización, acompañado de importantes mejoras de las dotaciones económicas dedicadas a la enseñanza y a la investigación universitarias.

Todo ello se ha hecho bajo la enseña de la autonomía universitaria, constitucionalmente consagrada, y de la financiación casi exclusivamente pública. La combinación de estos factores (y la interpretación excesivamente ampliatoria de la autonomía universitaria), ha llevado a una situación en la que son muy escasas, cuando no inexistentes, las exigencias de eficiencia en la gestión de los recursos puestos a disposición de las universidades y en la persecución de niveles cada vez más elevados de calidad y de excelencia en su actividad docente e investigadora.

Uno de los aspectos más afectados por esta deriva ha sido el de la selección del profesorado. Parto de una premisa: no puede haber una Universidad de calidad sin un profesorado de calidad. Pretender crear centros de excelencia, dotados de medios materiales y técnicos importantes y de recursos abundantes, sin asegurar al mismo tiempo un profesorado excelente, es un vano empeño. Aún seguimos pagando las consecuencias de determinados planteamientos de las reformas universitarias de los primeros años ochenta, que pretendieron la creación de un cuerpo docente único, y fracasado el intento, inspiraron la atenuación de diferencias y la difuminación de la carrera universitaria, tendiendo a igualar, reduciéndolos, los requisitos de acceso a los distintos escalones del profesorado.

Hemos pasado así de un sistema de oposiciones nacional, con seis ejercicios de un elevado nivel de exigencia, y un tribunal nombrado por sorteo entre especialistas de la misma materia, a una primera reducción del contenido de las pruebas (eliminando aquellas que iban más allá de la mera exposición de méritos o de la presentación de resultados o proyectos de investigación), con tribunales en parte sorteados y en parte designados por cada universidad y con celebración local de los ejercicios. Manteniéndose el esquema, el nuevo sistema era bastante menos exigente y neutral que el anterior, cuyo defecto fundamental era que provenía del franquismo, pero que resultaba mucho más respetuoso de los principios de igualdad, mérito y capacidad.

El localismo y la endogamia que resultaron de esta modificación inspiraron una segunda reforma. A través de ella, se trató de conciliar un sistema centralizado y coordinado de selección (con niveles de exigencia homogéneos) con el respeto de la discrecionalidad de las universidades en el nombramiento de su profesorado. Se ideó, así, una habilitación nacional, concedida por un tribunal de especialistas designado por sorteo, que abría paso a la participación en los concursos convocados por las universidades. La discrecionalidad de éstas no sólo se mantenía, sino que aumentaba, pero se establecía un filtro que necesariamente debía superarse. Filtro que debía garantizar que no accediesen a la condición de catedráticos, en virtud de pruebas predispuestas en la propia Universidad, quienes no acreditasen previamente, en una sede más imparcial, los méritos necesarios para ello.

Aunque sobre el papel esto implicase una corrección importante del rumbo, en la práctica no fue así. La habilitación no dejaba ser una oposición de las antiguas, pero devaluada, en la que se evitaba cuidadosamente cualquier prueba que el opositor no pudiese llevar ya preparada de antemano. Nada de demostrar el conocimiento de un temario o la capacidad para afrontar la resolución de un supuesto práctico. Y la selección por parte de las universidades, ya sin disimulo alguno, y salvo honrosas excepciones, no era más que una pantomima de concurso para nombrar al candidato local, una vez hubiese obtenido la habilitación.

De todas formas, los amantes de la filosofía igualitaria (nadie tiene más méritos que nadie, nadie tiene más capacidad que nadie), quienes odian ferozmente la competencia y predican como máxima vital y profesional el no corráis que es peor, debieron de pensar que el sistema seguía siendo demasiado exigente y nos encontramos así con la última, por ahora, vuelta de tuerca.

La habilitación ha sido sustituida por un sistema de acreditación, en el que el candidato envía su currículo y una comisión designada al efecto y no integrada específicamente por especialistas de la materia correspondiente, aunque puede pedir asesoramiento a éstos, decide si tiene méritos para ser acreditado como catedrático. Tras ello, cada universidad decide la incorporación a su claustro de los profesores acreditados.

Si antes existía endogamia, ahora simplemente la posibilidad de movilidad del profesorado entre universidades es una pura entelequia, salvo que se negocie caso por caso. Si el sistema se había vuelto más discrecional ahora roza ya lo arbitrario y carece de la mínima transparencia exigible. Y, además, introduce una novedad significativa: ya la función no crea el órgano, sino que el órgano crea la función. La dotación de cátedras no responde a una planificación de necesidades docentes e investigadoras, sino a la existencia de profesores acreditados. Algún rector incluso, con toda lógica por lo demás, perversa pero lógica, considera que es inadmisible negar la acreditación a quien la solicita, por lo que anima a todos los afectados por eventuales negativas a recurrirlas.

Todo esto con fondos públicos de cuyo uso apenas se da cuenta. Sería de sainete si no nos estuviéramos jugando el progreso y el bienestar de nuestra sociedad.

Federico Durán López. Catedrático de Derecho del Trabajo y socio de Garrigues

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