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Columna
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Los tirantes y el cinturón

En un clima de leve mejoría en los mercados financieros y acusado empeoramiento en los sectores reales de la inmensa mayoría de las economías mundiales se celebró el pasado día 15 de noviembre la tan comentada -especialmente en España- conferencia de Washington.

Su declaración final y los compromisos adoptados no parecieron impresionar a los mercados, que continuaron con una tendencia bajista incontenible. Sin duda pesaron más las preocupaciones inmediatas -es decir, la amenaza de una recesión global profunda y duradera- que las buenas intenciones expresadas en la reunión y los compromisos en áreas tan sensibles como el estímulo a la demanda interna mediante las medidas fiscales apropiadas, el acuerdo sobre los principios rectores de la reforma de los mercados financieros, la reforma de la supervisión y el desarrollo de criterios tendentes a una mejor gestión de riesgos, sin olvidar, por último, la reforma de la cooperación internacional y la revisión de las actuales estructuras en las instituciones financieras internacionales.

Una lectura atenta del comunicado indica que los dirigentes de los países representados en la capital norteamericana consideran que lo más urgente en estos momentos es romper la espiral de pesimismo que arrastra a la economía mundial a la depresión. Hubo, al parecer, acuerdo en la necesidad de continuar la reducción de tipos de interés por parte de los bancos centrales que puedan hacerlo -entre los cuales no se cuenta, creo, la Reserva Federal americana, que ya ha gastado toda su munición- pero, sobre todo, en la puesta en marcha de medidas fiscales concertadas para apuntalar un demanda privada en estado comatoso, sin olvidar, se recuerda, el mantenimiento de un 'marco propicio para la sostenibilidad fiscal'. La UE hizo públicos sus criterios generales en el marco europeo el pasado 26 de noviembre y el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, los anunció al día siguiente para España.

Ahora bien, el problema puede resultar más angustioso en el caso de los países emergentes, cuyo crecimiento depende en buena parte de la inversión privada de los países desarrollados. Un principio esencial para ello es el rechazo al proteccionismo -por desgracia, Rusia y la India olvidaron pronto lo que habían firmado y pocos días después acordaron medidas restrictivas sobre coches, hierro y acero importados-, y la consecución de un acuerdo en la llamada Ronda de Doha antes de finales del año en curso. También se tuvo en cuenta la exigencia de incrementar la capacidad de ayuda que el FMI podrá canalizar, lo cual implicará cambios profundos en sus estructuras de gobierno a fin de admitir que algunos países que pueden facilitar una buena parte de esos fondos deben obtener el reconocimiento que merecen en la gobernanza tanto del Fondo como en el Banco Mundial.

Los diagnósticos y recomendaciones de la declaración de Washington relativos al sistema financiero, la reforma de los mercados, la mejora en la regulación, la supervisión y la gestión de riesgos han sido tan profusamente comentados que el lector me disculpará si le ahorro la reiteración de lo que sobradamente conoce para centrarme en la situación nacional y sus más recientes vicisitudes.

Pues bien, hace pocos días una de las piezas del plan gubernamental para ayudar al sistema bancario español se puso en marcha: me refiero a la primera subasta realizada por el Fondo para la Adquisición de Activos Financieros, que se cerró sin pena ni gloria -únicamente se adquirió el 42% de la cantidad inicialmente ofrecida por el Tesoro-.

Acaso las entidades realmente no necesitan la ayuda ofrecida o quizá recelan que abierto un portillo el Gobierno resucite los antiguos coeficientes de inversión y acabe dictándoles dónde deben invertir. Lo que sí parece claro es que el esquema de recapitalización engendrado en Gran Bretaña lleva camino de convertirse en un medio de alterar las reglas de la libre competencia hasta ahora sacrosantas en la UE e introducir un perverso elemento de discriminación en los mercados entre entidades que alcanzan o no un determinado porcentaje de capital básico.

æpermil;sta pudo ser la razón por la cual nuestro mayor banco, el Santander, se lanzó a una ampliación de capital de 7.200 millones de euros que el mercado parece no estar en situación de digerir fácilmente y que podría suponer una presión para sus competidores nacionales. Dejando a un lado la sospecha según la cual el Gobierno acentúa la interrelación entre factores financieros y reales para difuminar su obtusa negativa a reconocer que nuestra economía corría graves peligros, la pregunta es qué puede hacer ahora.

Por el momento, la impresión es que las numerosas medidas adoptadas recuerdan, por lo fallido, las previsiones optimistas que cada dos meses se corregían con un pudoroso velo de realismo. Ya antes indiqué que el BCE tiene margen para reducir sus tipos de interés al tiempo que prosigue con sus intervenciones para facilitar liquidez en los mercados mayoristas. Aquí las subastas de activos no parece que vayan a ser la panacea esperada así que, a falta de auténticas reformas -que el Gobierno no se atreverá a emprender-, únicamente queda la política fiscal.

Se nos prepara para asumir con naturalidad un déficit muy superior al 3% y un aumento vertiginoso de la deuda pública. Pero el apremio de reforzar los tirantes y el cinturón para que no se nos caiga la economía no debería hacernos olvidar la necesidad de contar con el diseño de un escenario de recuperación del equilibrio presupuestario, imprescindible para asegurar en el futuro, por ejemplo, las pensiones públicas o la mejora de una sanidad que se deteriora velozmente.

Raimundo Ortega. Economista

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