30 años de éxitos... y alguna cuenta pendiente
Superada su mayoría de edad, sus bodas de plata y otros aniversarios, la Constitución Española de 1978 afronta desde hoy su cuarta década de vigencia como un texto que parece al margen del bien y del mal. Sus letras son el germen del mayor periodo de libertad y democracia de la Historia de España, y la fuente de una estabilidad política en la que ya no caben asonadas militares y el terrorismo etarra, trágico en sus impactos puntuales, deviene cada vez más marginal.
Su vigencia queda retratada en el hecho de que dos ancianos que simbolizaron las dos Españas, Manuel Fraga y Santiago Carrillo, ya no discuten temas otrora tan polémicos como la descentralización o la monarquía constitucional. Tal ha sido el éxito de la Carta Magna que la clase política la recubre de un halo de intocabilidad. El silogismo es sencillo: la Constitución funciona y es sabido que es mejor no tocar las cosas que funcionan. La cuestión es si podría resistir cambios que lo hiciesen funcionar aún mejor.
En el terreno económico, el texto aprobado en referéndum hace hoy 30 años instaura una sistema de mercado con fuerte sesgo redistributivo. En la primera frase del texto, el adjetivo que define de entrada al Estado es social, y más adelante se mencionan la expropiación e incluso la planificación económica. Sin embargo, en la práctica ha primado la libertad de empresa, combinada con un sistema tributario igual, progresivo y no confiscatorio. Ese es uno de los logros del nuevo sistema económico: la ampliación de la base de tributación ha servido para instaurar el Estado del Bienestar gracias a una mayor presión fiscal que, con todo, sigue por debajo de la media europea.
Sea como fuere, ni siquiera en estos tiempos de desplome del sistema financiero global se cuestiona la estructura económica edificada en los últimos 30 años. Sin ser mayoritarias, las demandas de cambio se refieren más bien al sistema autonómico y al encaje de los nacionalismos. A un lado, se sugiere establecer un tope competencial que acabe con las crecientes reivindicaciones regionales. Al otro, se reclama un Estado federal, en el que, según sus partidarios, se sentirían a gusto los partidarios de las que llaman naciones periféricas. Cierto es que ni una ni otra opción predomina en los programas de los partidos mayoritarios, que sí coinciden su voluntad de suprimir la preferencia del varón en la línea sucesoria de la Corona.
Pero la clase política no siempre refleja el sentir ciudadano. La encuesta del CIS publicada hace dos días señala que, pese a suscitar un grado de satisfacción generalizado, más de la mitad de los ciudadanos es partidario de reformar la Carta Magna. Y no en temas menores: entre los reformistas, la igualación de sexos dentro de la familia real sólo es reclamada por un 5,1%, mientras que un 11,5% desea una reforma en profundidad de la Justicia, un 12,3% quiere modificar el Estado autonómico de uno u otro modo y un 6,5% discute la propia monarquía.
Requisitos formales
Los citados son porcentajes modestos a efectos prácticos, habida cuenta de que una reforma sustancial requiere el voto de tres quintas partes de las dos Cámaras, su disolución y otros tres quintos de apoyo en las nuevas, seguido de ratificación en referéndum. En definitiva, no podría hacerse sin el apoyo del PSOE y el PP. Sin embargo, a la vista de que esas líneas de opinión han surgido al margen de estos, podrían ampliarse con el tiempo. Sin dejar de lado la necesidad de consenso, es un hecho que la sociedad española ha madurado y no está sometida a las amenazas que sufría en los años 70. Cabe, pues, recordar a Lampedusa: para que todo permanezca igual (aquí, la convivencia política), algo debe cambiar. No es urgente, pero sí importante.