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Columna
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Las tres fases de la crisis y la política fiscal

El desarrollo de la crisis ha entrado en una nueva fase. Primero, fueron los problemas de liquidez y falta de confianza. Y en ese debate nos pasamos la segunda mitad de 2007 y la primera de 2008. Y como el Banco Central Europeo señalaba, la falta de crédito no era un problema de la economía productiva del área. Y, de hecho, el grueso de las medidas se tomó en los EE UU y Gran Bretaña. Lógicamente, los principales agentes en presencia fueron los bancos centrales, que actuaron como prestamistas de última instancia.

Una segunda fase se inicia con la generalización de los problemas de solvencia. Primero fue la intervención en los gigantes hipotecarios americanos y, posteriormente, la suspensión de pagos de Lehman Brothers. A partir de ahí, la crisis deja de ser de liquidez y se transforma en una tsunami, de proporciones desconocidas, en el que es la solvencia del sistema financiero internacional lo que está en juego. Los bancos centrales ya no son los agentes más adecuados. Y el Estado da un paso al frente, garantizando los activos que pudieran estar amenazados. Esa intervención encuentra en el Plan Brown su expresión más coherente y su aplicación se extiende al área del euro y fuera de ella. Esta etapa se extiende desde la caída de Lehman Brothers, en el fin de semana más importante de la moderna historia del planeta (del viernes 12 al domingo 14 de septiembre), hasta la reunión de Washington. Ahora comienza una tercera etapa. Asegurada la liquidez y garantizada la solvencia del sistema financiero internacional, emergen finalmente los destrozos causados por la crisis y, en especial, los desequilibrios que condujeron a la actual situación.

Y ahora conviene no equivocarse en el diagnóstico. Esa crisis no es más que el final de una larga etapa de dinero barato y abundante, que ha conducido a niveles de endeudamiento familiar, corporativo y, en algunos países como los EE UU, público, claramente incompatibles con un crecimiento sostenible.

Por qué, ¿a quién se le ocurre pensar que se puede mantener un crecimiento de los pasivos, y de los activos, financieros sistemáticamente superior al del PIB? Pues eso es lo que ha sucedido en los EE UU, Gran Bretaña, Irlanda, otros países anglosajones y, también, a nosotros. Y el proceso de caída de los precios de activos inmobiliarios, de divisas o de commodities pone de relieve ese necesario, penoso e ineludible proceso de desapalancamiento financiero que los excesos anteriores habían generado.

¿Dónde se encuentra España, entonces? Nosotros compartimos esa característica anglosajona de excesos de deuda de hogares y empresas de construcción e inmobiliarias. Y, por ello, compartimos esa misma característica de un ajuste lento, que va a lastrar el crecimiento los próximos años.

No obstante, y ese es uno de los activos del crecimiento anterior, el sector público está más saneado. Y ello deja margen de maniobra a una política fiscal que, si bien no puede ni debe impedir el necesario retorno del volumen de deuda a valores sostenibles en el medio plazo, si debe esforzarse por facilitar ese proceso. Y ello incluye, evitar que sus costes sociales y económicos sean excesivos. Es en este contexto, en el que una política fiscal más agresiva debe tomar cuerpo.

Algunos sectores, como el automovilístico, necesitan urgentes intervenciones. Como lo necesita la misma construcción, a pesar de sus excesos. Pero la inyección fiscal que el país necesita debe evaluarse con cautela. No deberíamos volver a inyectar fondos en los bolsillos de los contribuyentes. El esfuerzo fiscal, que habrá que pagar los próximos años, debe dirigirse a incrementar el stock de capital productivo del país, tanto el físico como del humano. Infraestructuras ferroviarias, que vayan más allá del TVA, y fomenten el transporte de mercancías entre las Comunidades Autónomas con mayores intercambios entre si y con Europa (el Arco Mediterráneo, claramente).

Fomento del transporte público (en especial, cercanías), que reduzca el despilfarro energético, recorte los tiempos de commuting y mejore el acceso de mercancías y servicios a los polígonos industriales. Inversión en instalaciones aeroportuarias, áreas logísticas y en conectividad de las mismas con los centros productivos y redes de transporte dirigidas a la exportación. Profundización en el cambio de modelo energético, incentivando la inversión ahorradora y diversificando fuentes de aprovisionamiento.

Finalmente, inversión en educación. Y dentro de ella, en la obligatoria (contra el cáncer del elevado fracaso escolar y los bajos niveles de matemáticas y lengua), en la secundaria no obligatoria (hacia una formación profesional adecuada al aparato productivo del país) y la superior. En este último aspecto el Gobierno debería considerar que no es compatible estar exigiendo a las Universidades que lideren el proceso hacia una economía del conocimiento y que se involucren con mayor decisión en el tejido productivo, con unos órganos de gobierno diseñados hace más de 30 años. Y medidas en esa dirección, por cierto, no tienen coste económico alguno.

Hay que convertir la crisis, inevitable, en una oportunidad para acelerar las reformas estructurales que el país precisa.

Josep Oliver. Catedrático de Economía Aplicada Universidad Autónoma de Barcelona (UAB)

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