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Columna
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El mercado no ha pecado

La psicosis colectiva desatada a consecuencia de la crisis económica que padecemos puede llevar, como sucede frecuentemente con los estados psicóticos, a conductas y actuaciones irracionales.

En el caso que nos ocupa, la irracionalidad afecta a la interpretación de la causalidad última de la crisis. No son ni pocas, ni irrelevantes, ni desinteresadas las voces que claman contra el mercado, culpando a la institución de todos los males que sufre la economía mundial. El corolario que sigue es sencillo: si la culpa es del mercado, la solución ha de venir con 'más Estado'. No hay tal, no son ciertas ni la premisa ni la conclusión.

Veamos, para poder afirmar que el mercado ha fallado se enarbolan como argumentos tanto los conocidos y sonoros fracasos empresariales habidos en los últimos meses, como las conductas irregulares de determinadas empresas y de sus directivos. Comenzando por la primera cuestión, nunca nadie pretendió jamás que el mercado constituyera una garantía de rentabilidad para los que en él operan. Al contrario, su lógica competitiva y la acción de la 'mano invisible' conducen a que únicamente subsistan las empresas que alcanzan la rentabilidad y son capaces de aportar valor en términos sociales -contribuyendo a la creación de riqueza y al aumento del bienestar colectivo-. Por su parte, aquellas que no son rentables acaban desapareciendo, dejando su espacio para que sea ocupado por nuevos proyectos empresariales y/o la expansión de los ya existentes.

Respecto a las conductas irregulares, con independencia de las posibles responsabilidades jurídicas de los que las han cometido, es claro que siempre que suceden es porque no han funcionado adecuadamente la regulación y la supervisión, responsabilidades ambas que corresponden en exclusiva al Estado. Pongamos un ejemplo de Estados Unidos que resulta sangrante. Para colocar en el mercado una emisión de los bonos con los que se habían titulizado los préstamos ligados a las hipotecas subprime, actuó como colocador -percibiendo una suculenta comisión de éxito- la misma compañía que fue contratada para calificar el riesgo de dichos títulos -casualmente la calificación fue AAA+, la mejor posible-. Es evidente, consideraciones sobre la ética corporativa al margen, que se produjo un clamoroso fallo del Estado al no ejercer adecuadamente su función de control.

Ahora bien, el fallo como regulador y supervisor no es la única crítica achacable al Estado. También es criticable la propia dimensión que ha alcanzado, circunstancia que está resultando negativa en la actual situación de la economía mundial. En efecto, el largo periodo de prosperidad económica disfrutado por los países occidentales ha sido generalmente utilizado por los Gobiernos para aumentar el tamaño del sector público.

Además, la expansión de la burocracia, lejos de contribuir a un mejor cumplimiento de las funciones propias del Estado -entre ellas, la supervisión y el control- se ha dirigido a la provisión de bienes y servicios privados, aquellos que el mercado puede proveer en mejores y más eficaces condiciones. Este crecimiento de la burocracia ha aumentado las necesidades de financiación del Estado, lo que incide negativamente en los impuestos que soporta el sector privado. Y, si bien es cierto que una presión fiscal excesiva puede afrontarse en épocas de bonanza, también lo es que puede resultar letal en situaciones de crisis. En mi opinión, en la actual situación económica la financiación de la pesada y poco eficaz maquinaria estatal se ha convertido en una rémora para la actividad empresarial.

La salida a la crisis que se deduce de estas reflexiones consiste en reducir el Estado y su financiación. Se trata de lograr un Estado menor, que se concentre en cumplir con mayor eficacia las funciones que le son propias y deje para el mercado lo que debe ser del mercado.

En orden a lo expuesto, el resultado de la cumbre de Washington ha incorporado las obligadas dosis de ambigüedad que exigía la unanimidad que, lógicamente, se deseaba alcanzar. Así, al tiempo que se reclaman mayores y mejores dosis de regulación, se declara que ésta no debe ser tanta como para llegar a dañar el funcionamiento del mercado. A su vez, se preconiza la utilización de estímulos fiscales para impulsar la reactivación de la demanda, pero no se especifica si ha de ser con aumentos del gasto público -más Estado- o con reducciones de impuestos -menos Estado-.

Sin duda, el desarrollo posterior a la cumbre despejará en parte las incógnitas apuntadas. En todo caso, es obvio que será individualmente en cada país donde deberán aplicarse las respectivas soluciones concretas. El grado de acierto alcanzado en cada caso determinará las condiciones -mejores o peores- con las que cada país afrontará lo que queda de crisis y el inicio de la reactivación.

Ignacio Ruiz-Jarabo. Ex presidente de SEPI, presidente de Consulting Empresarial-Cataluña y consejero de Copisa.

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