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Tribuna
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¿Qué debemos esperar?

No esperemos que la reunión del G-21 de este fin de semana sea el Bretton Woods del siglo XXI: ni se pondrán las bases de un nuevo orden financiero internacional, ni se concretarán cambios regulatorios e institucionales relevantes. No pueden ser éstos sus objetivos. Las características de la crisis y sus circunstancias son distintas a las que dieron lugar a Bretton Woods.

De la reunión del G-21 deberíamos esperar, y no es poco, soluciones de urgencia a la crisis financiera y económica que se inició en 2007 (y que probablemente no vea su fin hasta principios de 2010) y la toma de conciencia de que son necesarias reformas que prevengan los comportamientos procíclicos del sistema económico, de sus empresas y de sus instituciones.

Los objetivos que se plantean están poco definidos y son muy heterogéneos. A la improvisación causada por las prisas se suman las dificultades de todo proceso de negociación multilateral, ahora acentuadas por la velocidad con la que la crisis se manifiesta y por la transición política en EE UU. En los últimos meses se ha podido comprobar la complejidad de alcanzar soluciones globales y coordinadas: los planes de apoyo al sistema financiero dentro de la UE han sido nacionales y diversos, sin un acuerdo global sobre la cobertura de los depósitos bancarios; no se han producido rescates coordinados de bancos o empresas a pesar de su presencia en diversos países, y no han faltado los desencuentros entre Gobiernos, como el que enfrentó a Islandia y a Reino Unido por las participaciones de empresas islandesas en empresas británicas. El momento político y económico hace difícil esperar grandes compromisos o propuestas. Por ello, es necesario saber qué podemos y qué no podemos esperar de este encuentro.

Con carácter inmediato, el G-21 podría impulsar un estímulo fiscal coordinado que sea soportado en mayor medida por aquellos países con cuentas corrientes más saneadas (China y Alemania). Además, podría plantearse el extender y ampliar la disponibilidad de liquidez a corto plazo establecida por el FMI a aquellos países que puedan tener problemas de financiación de su cuenta corriente. Por ello, una mayor dotación de recursos a esta institución podría figurar entre sus acuerdos. En esta misma línea, sería coherente un mayor impulso y apoyo a la Ronda de Doha, a la vez que se rechaza cualquier atisbo de proteccionismo que suponga una barrera al comercio internacional, ya de por sí obstaculizado por la volatilidad de los mercados de tipos de cambio. Y, por último, pero no por ello menos importante, deberíamos esperar que los países participantes elaboraran una hoja de ruta con aspiraciones para el medio-largo plazo, tendentes a mejorar el orden financiero internacional.

Para el medio plazo, y en la lista de medidas cuya implementación no debiera demorarse más allá del próximo trimestre, asistiremos, seguramente, a acuerdos globales en relación con garantías/coberturas para determinados mercados (interbancario o papel comercial), con mandatos de recapitalización de bancos, consensos sobre valoraciones contables y coordinación de programas nacionales de apoyo financiero a instituciones con actividades transfronterizas, entre otros.

En el largo plazo, el G-21 podría plantearse ciertas reformas institucionales y regulatorias que eviten los fuertes desequilibrios que hemos presenciado en los últimos dos años. Ya existen instituciones capaces de jugar ese papel (como el Fondo Monetario Internacional), pero todavía no disponen ni de las funciones necesarias (supervisión regulatoria), ni de la autoridad ejecutiva para imponer sanciones, ni de la capacidad para exigir medidas correctoras. La necesidad de reformar el FMI es evidente: muchos países y no pocos expertos han planteado la imperativa conveniencia de fortalecer su autonomía financiera, capitalizándolo y permitiendo su endeudamiento para poder hacer frente a las crisis de financiación. En este sentido deberíamos esperar un cambio en su sistema de funcionamiento para adaptarlo a la nueva realidad económica (modificar el sistema de cuotas y derechos de voto, eliminar el derecho de veto, encomendarle la gestión de la secretaría permanente del G-21, etcétera).

Para ello, los países participantes pueden tener que cederle soberanía sobre cuestiones regulatorias de carácter financiero y transfronterizo. Sólo con un fuerte organismo común se podrán mitigar muchos de los problemas de riesgo moral que han estado en las raíces de la crisis actual. Pero no seamos demasiado optimistas. El grado de consenso sobre qué reformas son necesarias es escaso: no sólo por las discrepancias ideológicas, sino porque también está en juego la soberanía económica de los estados.

æpermil;stas son algunas de las posibles medidas que el G-21 podría acometer para que su reunión no acabe en fracaso. Pero el que debería de ser sin duda el gran objetivo del G-21 es no olvidar, pasadas estas turbulencias, la necesidad de reformar y mejorar de forma constante los mecanismos que hacen posible el correcto funcionamiento de los mercados. æpermil;ste es el mejor servicio que se le puede prestar a la economía de mercado.

Juan Toro. Socio-director de Transmarket Spain y profesor del Instituto Empresa

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