Empleabilidad e incentivos
La economía española, como consecuencia de un conjunto de shocks exógenos, está sufriendo un incremento del desempleo significativo. La magnitud de la crisis financiera ha provocado que muchas empresas, especialmente empresas de tamaño medio y pequeño, estén inmersas en procesos de ajuste de plantillas que, en algunos casos, puede llegar a ser el origen del cese de actividad de algunos sectores muy maduros.
Esta situación, que socialmente tiene un coste elevado, se mitiga con la protección social que, gracias a las políticas llevadas a cabo por los sucesivos Gobiernos socialistas, la sociedad ha internalizado que es un derecho adquirido que surge por la propia aportación del trabajador/a. Las sucesivas reformas han mejorado la relación entre la aportación y la prestación futura, de manera que el sistema se puede autofinanciar, salvo en periodos excepcionales como puede ser el actual.
Una vez cubierta la parte de prestación y cobertura social del desempleo, lo verdaderamente relevante es pensar y actuar para lograr la máxima empleabilidad de la población activa en España. La estructura del mercado de trabajo es relativamente conocida.
Por un lado, y desde una óptica de la oferta, la población activa presenta un claro sesgo hacia el empleo asalariado, con una escasa preferencia por el autoempleo y la creación de empresas, nula predisposición a la movilidad geográfica y un salario de reserva relativamente elevado respecto a otros países, lo que encarece en gran medida los costes de incentivación del factor trabajo.
Desde la óptica de la demanda, las características principales presentan una estructura empresarial muy atomizada, en sectores estacionales o maduros y con poca base tecnológica, con una gran dualidad en la composición de plantillas entre trabajadores fijos y temporales, poca propensión al uso del trabajo a tiempo parcial y cierta obsesión por la fijación de salarios bajos como política de competitividad en un mundo globalizado. Así mismo, otra característica importante es la poca atención a factores intangibles, como la formación continua a cargo de la empresa, la organización del tiempo de trabajo y la internacionalización de la actividad.
Por último, resulta poco edificante que el uso del despido sea, de facto, un recurso inmediato en tiempos de ralentización, sin pensar que el coste de recolocación o la transformación en tiempo parcial, a veces, es menor que de la reducción de plantillas. Ejemplos como Telefónica, u otros similares, lo ponen de manifiesto.
Con estas premisas, el equilibrio entre oferta y demanda de empleo fija el salario que reciben los trabajadores. La propia formación de salarios también está viciada por varios elementos. Por un lado, la negociación colectiva en España tiene lugar entre dos monopolios, lo que se denomina monopolio bilateral. Esto deriva de que la mayoría de convenios que se firman se llevan a cabo entre agentes sectoriales, es decir patronales del sector y federaciones sindicales del mismo ámbito, y a nivel provincial. Estas estructuras, en muchos casos ya profesionalizadas, no persiguen en la mayoría de casos las funciones objetivo clásicas en la teoría del mercado de trabajo, es decir igualar el salario con la productividad marginal del trabajador.
El salario resultante siempre resulta estar por encima del que se fijaría en mercados competitivos, lo que acaba perjudicando a los trabajadores de las empresas más débiles. Esta estructura de negociación colectiva, además, es utilizada como una práctica que restringe la competencia en muchos sectores, pues acaba expulsando del mercado a las empresas más vulnerables que no pueden asumir una política salarial que no tiene en cuenta ni el tamaño de la empresa, ni las especificidades de muchas de ellas.
Una vez analizada la oferta, la demanda y la formación de salarios, quedaría por describir la estructura institucional, es decir la actuación de las instituciones públicas. En este sentido, y tras diferentes reformas laborales, la parte positiva y diferencial es que existe una mayor querencia por parte de los Gobiernos socialistas por el diálogo social que la que han mostrado los Gobiernos conservadores. Este punto, que es muy relevante, no debe esconder un problema que es endémico, como es el uso, y a veces abuso, de los incentivos a la contratación o la transformación de contratos sin que medie un estudio pormenorizado y, especialmente, el hecho de que la totalidad de incentivos no desaparece cuando acaba o se soluciona el problema puntual.
En este punto, conviene analizar qué colectivos se quiere incentivar, por ejemplo jóvenes cualificados con una probabilidad de empleabilidad elevada, frente a parados cuyo tránsito a la empleabilidad es mucho más complejo. Esto abre un debate importante y es por qué un parado en este país tarda mucho más en volver a la actividad que en otras economías.
La respuesta hay que buscarla en el déficit de formación que atesora buena parte de este colectivo, la información asimétrica que ofrecen los servicios estatales de empleo, el elevado salario de reserva que suman la prestación por desempleo y la familia, así como el mal diseño de incentivos que se han ido generando a lo largo de los años, sin que se hayan retirado aquellos que ya no son útiles.
En conclusión, las reformas que se pongan en marcha en el mercado de trabajo tienen que atender básicamente tres problemas. Por un lado, la fijación de salarios en un modelo de negociación colectiva más descentralizado, fijar la empleabilidad como objetivo primordial primando los colectivos que realmente tienen una probabilidad baja, simplificar las formas de contratación, y finalmente favorecer el autoempleo, desestacionalizar algunos sectores intensivos en mano de obra y generar la conciencia del tiempo parcial como solución. Para ello, debe cambiar la organización del tiempo de trabajo y abandonar la fijación por los salarios bajos y por el coste de despido como causa de todos los males.
Alejandro Inurrieta. Concejal del Ayuntamiento de Madrid