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Columna
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¿Quién va a pedir créditos?

La caída del precio de las viviendas y el inicio de una ola de impagos de las hipotecas de alto riesgo alegremente concedidas por los bancos americanos que, luego, buscaron fórmulas para expulsarlos de sus balances mediante el empleo de técnicas y productos sofisticados, acabó originando pérdidas considerables en numerosas entidades financieras a ambos lados del Atlántico. Cuando todo esto sucedía nadie -e incluyo a muchos organismos supervisores- sabía qué entidades estaban comprometidas y cuál era la cuantía de sus pérdidas potenciales. Simplemente parecía haberse evaporado la noción del riesgo.

Pero conforme transcurrían las semanas se hacía más evidente la falta de capital, la disminución del precio de los activos y la ampliación de las pérdidas. Se instauró en consecuencia un espeso clima de desconfianza entre los bancos y del resto de los mercados respecto a ellos. El resultado ha sido una brusca interrupción del crédito que ha afectado a todos los sectores de las economías y que las Bolsas han reflejado en un descenso vertiginoso de los precios de los valores en ellas cotizados. La espiral destructiva se había puesto en marcha y nada parecía poder detenerla a lo largo y ancho de todo el mundo, de Nueva York a Pekín, pasando por Moscú, Londres y Reikiavik.

Demagogias aparte, era evidente que semejante estado de los mercados financieros causaba un daño inmenso a la economía real en forma de incapacidad de financiar nuevas inversiones, incremento del paro, reducción del consumo, y presiones alcistas sobre unas cuentas públicas desequilibradas o tipos de cambio sometidos a un torbellino dañino. La situación requería manos firmes al timón, pero desgraciadamente los gobernantes de los grandes países no han estado a la altura porque cuando los bancos centrales -especialmente la Fed y el BCE- agotaron su arsenal de intervenciones masivas para apoyar la liquidez de las entidades crediticias, reducir sus tipos de interés o incluso, en el caso de la primera, saltarse a la torera todos los precedentes e intervenir directamente en el mercado de financiación de la empresas, los Gobiernos demostraron su torpeza -es el caso del americano, que simultaneó su plan de compra de activos tóxicos con la increíble decisión de dejar caer Lehman Brothers; o el de los europeos, que justificaron por qué el Tratado de Lisboa es papel mojado al mostrarse incapaces de apreciar que se les viene encima una catástrofe económica y un día afirmar una cosa y al día siguiente hacía lo contrario, como Alemania con la garantía de los depósitos-.

æscaron;nicamente el desplome de las Bolsas en la semana del 6 al 10 de octubre y las pesimistas previsiones del FMI, alertando de la inminencia de una recesión global -las economías desarrolladas crecerían en 2009 un mero 0,5% y en Europa, Gran Bretaña, Italia y España entrarían en recesión- hizo que los Gobiernos reaccionaran; EE UU mejoró la horrorosa versión inicial del Plan Paulson; Gran Bretaña diseñó un enfoque sensato y completo, y los países de la zona euro, conseguido un acuerdo entre Francia y Alemania, aprobaron un plan creíble y eficaz pues atendía a la triple necesidad de reforzar el capital de los bancos, asegurar la liquidez a corto plazo e incentivar los préstamos entre ellos a plazos más dilatados. El lunes 13 los mercados mostraron su conformidad de la mejor manera posible: subieron las Bolsas y descendieron los tipos de interés claves.

¿Y qué decir respecto a nuestro país? Ante todo nuestros votos para que las medidas previstas en los Reales Decretos-Ley 6 y 7/2008 resulten suficientes y nuestras entidades crediticias sean tan solventes como el señor Solbes pregona -¡ojalá esta vez acierte, aun cuando las recientes recomendaciones del jefe del Gobierno respecto a la conveniencia de 'estimular fusiones' le dejan a uno inquieto!-.

Ahora bien, lo más preocupante es que parece olvidarse que nuestra crisis grave es la real y que el Gobierno -la oposición, por desgracia para ella y desconsuelo para el país, se dedica a hacer populismo barato- parece ser incapaz de abordar las múltiples reformas que nuestra economía precisa. Una economía, por cierto, muy diferente de la soñada al elaborar unos Presupuestos perfectamente inútiles puesto que, y cito algunos ejemplos, el aumento en los gastos corrientes, del cual el 95% son de carácter social, dobla el de los de capital, las componendas políticas predominan en la distribución territorial y sectorial de la inversión real del sector público y, al final, el déficit, un 3,2% según Funcas, superará lo establecido en el Protocolo de Estabilidad Presupuestaria de la UE.

En resumen, con un crecimiento medio del PIB este año que apenas superará el 1% y que el próximo ejercicio sería negativo (entre -0,4 y -1%), una tasa de paro cercana al 15% y unas exportaciones casi paradas por la recesión global, ya me dirán quién, salvo el Tesoro, va a solicitar créditos. Esa, que no la bancaria, es la autentica crisis española.

Y para concluir una confesión: no comprendo cómo, si tantas ilustres cabezas, ya fuese en el sector público como en el privado, se dieron cuenta hace tiempo de la gravedad de la crisis que se nos venía encima y, según ellos, lo advirtieron, no se tomaron medidas para evitarlo. Hablando en serio, me parece más sincera la postura del presidente del Gobierno; él nunca creyó en la existencia de una crisis.

Raimundo Ortega. Economista

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