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Columna
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La lucha de clases en Estados Unidos

Explica David Brooks en su columna del Internacional Herald Tribune la forma en que el conservadurismo moderno americano comenzó como un movimiento de intelectuales disidentes a partir del libro de Richard Weaver titulado Ideas Have Consequences. Recuerda aquella conocida frase según la cual es preferible ser gobernados por los primeros 2.000 nombres de la lista de teléfonos de la ciudad de Boston que por la Facultad de Harvard. Otra cosa es que sólo existan esas dos opciones opuestas. Porque nuestro autor ha dedicado su vida entera a la celebración de los valores urbanos, la sofisticación, el rigor y la constante aplicación de la inteligencia.

Movido por la necesidad de comprometer la opinión de las élites, los conservadores intentan construir un contrapoder intelectual con think tanks y magazines. Desdeñan las ideas del profesorado liberal pero para nada rechazan la idea de una mente cultivada.

La cuestión es que durante las últimas décadas, el Partido Republicano se ha enajenado al electorado que vive en las grandes ciudades, en las regiones con mayor nivel de educación y en la costa. Este rechazo tiene varias causas. Pero la más importante es que los tácticos del Partido Republicano decidieron movilizar su coalición recurriendo a una forma de lucha de clases.

Esa aproximación ha sido impulsada durante los últimos 15 años por un millar de políticos y un centenar de cadenas de televisión y debates de radio. Así, Estados Unidos ha quedado dividido entre las gentes del común que señorean los Estados del corazón de ese continente y los supersofisticados y educados y secularizados que habitan en las áreas costeras.

El desdén hacia los intelectuales liberales se ha convertido en un desdén hacia la clase educada en general. Así ha prendido un antielitismo y un resentimiento con efectos corrosivos. El presidente George W. Bush refleja el punto de vista político y el gusto cultural de la amplia mayoría de americanos que no viven en esas áreas costeras, carece de sofisticación y no emplea su tiempo con gentes sofisticadas. Como recuerda David Borooks, los Bush no vinieron a Washington a hacer nuevos amigos y no los han hecho. La consecuencia de este proceder es que los republicanos se han alienado a la población de las regiones más educadas, como Silicon Valley, Virginia, los suburbios de Nueva York, Filadelfia, Chicago o Raleigh-Durham, la Costa Oeste y el Noreste.

Lo mismo ha pasado con los profesionales. Buena prueba es que las donaciones de los abogados al Partido Demócrata han sido cuatro veces mayores que al Partido Republicano. Así ha sucedido también con los médicos, los ejecutivos o los inversores bancarios. Y como subraya nuestro columnista, hace falta mucho talento para que los republicanos hayan perdido a la comunidad de las finanzas.

El proceso ha llevado a que los conservadores sean rara avis en la élite universitaria y en los medios de comunicación más influyentes en comparación con lo que sucedía hace 30 años.

En esta ocasión, los republicanos tenían tres candidatos que hubieran podido cambiar la tendencia y romper el cliché de la lucha de clases. Pero Rudy Giuliani y Mitt Romney ridiculizaron a la élite en la convención y John McCain eligió a Sarah Palin como candidata a la vicepresidencia.

A Palin se le reconocen valores y coraje pero ningún político americano apuesta por la particular guerra de clases que aquí venimos describiendo como ella, ninguno divide el mundo entre la gente normal y la elite costera. Todo indica que es un nuevo escalón en el cambio de personalidad del Partido Republicano compendiado en estas líneas. Por eso en las elecciones presidenciales de noviembre todos nos jugamos mucho más que un nuevo presidente. Veremos.

Miguel Ángel Aguilar. Periodista

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