Una solución necesaria para un problema de Estado
Los presidentes Zapatero y Montilla han pedido en estos días sosiego y discreción para serenar el debate de la financiación autonómica, porque sólo desde la tranquilidad puede surgir un acuerdo, necesario para todos en un momento complejo por la situación de crisis económica. Ambos presidentes han hecho estas declaraciones, más que procedentes, cuando desde hace meses los ciudadanos de a pie hemos asistido a un espectáculo, a veces grotesco, de declaraciones y contradeclaraciones que lo único que consiguen es hastiar hasta los más pacientes.
Esta claro que este debate llega tarde. No porque lo diga el Estatuto de Cataluña, que también, porque es una ley orgánica votada mayoritariamente en el Congreso de los Diputados y respaldada en referéndum por el pueblo catalán, sino porque seguramente esta negociación no tendría tantas aristas si se hubiera afrontado durante la fase expansiva de la economía. Sin embargo, abrir la caja de Pandora de los dineros aconsejó prudencia al Gobierno, pero esta prudencia ha desembocado en una situación de necesidad que lo hace ahora inaplazable.
Algunas voces cualificadas apuntaban justo lo contrario. Felipe González argumentó que ante la crisis era mejor dejar las cosas como están. El único problema, respondía el presidente Montilla, es que las comunidades autónomas no tendrán recursos suficientes. No para las comunidades, sino para los ciudadanos. El presidente catalán lo sentía en sus propias carnes, pero verbalizar las razones de Cataluña para reclamar más ingresos y así poder mantener la calidad de los servicios a sus ciudadanos era un problema que se extendía a más comunidades autónomas. Conclusión, hay que cambiar el sistema.
¿Por qué? En primer lugar, porque se ha demostrado ineficaz para asumir los cambios sociales que se están produciendo en la sociedad española, e injusto porque las comunidades que más aportan se ven penalizadas en el reparto final. Además, la solidaridad que realizan hacia fuera, como debe ser por otra parte, se vuelve en su contra al penalizar a sus propios ciudadanos que no tienen la calidad de los servicios básicos esenciales que tienen otras comunidades con menor aportación al fondo común.
Sería conveniente recordar, en este punto, la historia. En el acuerdo de 2001 radica una parte del pecado original de la actual financiación autonómica. El acuerdo alcanzado entre PP y Convergència i Unió no tenía previsto ningún mecanismo de actualización y de revisión, lo que hizo declarar a Aznar que daba por zanjada las reivindicaciones autonómicas. El problema es que desde ese año la población ha aumentado en algunas comunidades como Cataluña, Comunidad Valenciana o Madrid y han ido deteriorando o impidiendo la mejora de los servicios sociales básicos. El acuerdo de 2001 fue por tanto un cheque en blanco de CiU al PP del que ahora se pagan las consecuencias. Fue un acuerdo para solventar el momento pero nunca se tuvo en cuenta el futuro. Y el negociador por parte de Convergència i Unió, el señor Artur Mas, llegó a decir que era el mejor acuerdo en 20 años. El problema es, como dijo el entonces líder de la oposición catalana, Pasqual Maragall, que apenas duraría cinco años. Y la realidad nos ha hecho ver que ni siquiera eso.
Por esto, cada día han sido más las voces que consideran una aberración que comunidades que contribuyen con saldos positivos a la caja común vean recortados sus recursos de tal forma que se pone en cuestión la calidad de los servicios que se prestan a sus ciudadanos. Una calidad que queda por debajo de la que prestan las comunidades que sí salen beneficiados del reparto final. O sea que las comunidades que más aportan ofertan peores servicios. No parece que la equidad pase por este punto, porque ¿no son todos ciudadanos españoles?
Dos pequeños ejemplos. Cataluña tiene más pobres que habitantes tiene Extremadura, y cada dos niños extremeños tienen un ordenador en su aula. Los niños catalanes no. Algo falla en el sistema. Y por eso, el presidente Zapatero ha dicho públicamente que Cataluña tiene razones -y de peso- para pedir un cambio de modelo y ha pedido sosiego.
Sin embargo, la tranquilidad y la seriedad en la negociación quedará lejos y nos quedan unos meses de enfrentamientos y de lenguaje belicista. Algunos quieren que haya ganadores y perdedores, porque en muchos lugares de España la catalanofobia da importantes réditos electorales, y el soberanismo victimista catalán se retroalimenta satisfecho de esta situación que le permite insuflarse ilusión después de dos derrotas electorales consecutivas.
Estamos, pues, ante un momento clave. Unos ven en un fracaso de las negociaciones un pistoletazo de salida para sus aspiraciones a corto plazo. Y a pesar de las apariencias de seriedad e incluso unidad están esperando que el ruido, y la crisis económica, den al traste con una solución positiva para todos.
Parece que no tengamos memoria. Históricamente estas negociaciones no han estado exentas de exabruptos aliñados con esmero por aquellos que quieren convertir esta necesaria negociación para alentar enfrentamientos territoriales con el objetivo de recoger pingües beneficios en las urnas. Trabajar por el no acuerdo y por generar ruido se convierte entonces en un arma electoral.
El objetivo para éstos ya no es un acuerdo de país para garantizar el Estado del bienestar de los ciudadanos. El objetivo es un no acuerdo que erosione al Gobierno, o a los Gobiernos. Ponen el carro antes que los bueyes. Ponen sus aspiraciones políticas delante de los intereses generales. Mal consejero es la prisa para quienes, legítimamente, aspiran a gobernarnos si lo hacen jugando con el futuro de los ciudadanos.
Con este panorama, la solución es difícil pero posible. Por eso, sosegar el debate es la mejor medicina para establecer los criterios que permitan a todos los españoles obtener una prestación adecuada de nuestros servicios, vivan donde vivan. Es una solución necesaria para un problema de país. Un problema de Estado.
Toni Bolaño. Periodista