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Tribuna
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El consenso social y sus límites

Conforme arrecia el debate sobre la crisis (o sobre la no crisis) económica, se intensifica también la discusión acerca de las medidas que resultarían necesarias para mejor afrontar las consecuencias de la misma. Y ello hace surgir de nuevo el tema de las reformas pendientes.

Curiosamente, sin embargo, la atención trata en muchas ocasiones de centrarse, más que en el alcance y contenidos de dichas reformas, en el procedimiento para acordarlas y en la liturgia que ha de consagrar su adopción. Y, en ese sentido, se ha convertido ya en un planteamiento recurrente el subordinar la aprobación de cualquier medida de calado, en los terrenos económico y social, al previo consenso de las organizaciones empresariales y sindicales (lo cual se convierte, además, en un símbolo de progreso o de políticas progresistas).

Antes que nada, quiero decir que no hay que minusvalorar la importancia del consenso. Muchas medidas económicas no podrían desplegar todos sus efectos sin un determinado grado de aceptación colectiva de las mismas por parte de sus principales destinatarios. Y la concertación de esfuerzos y la colaboración constituyen herramientas imprescindibles para hacer frente a algunos de los más relevantes desafíos de la hora económica presente.

En una situación económica y social tan delicada como la que vivimos, sin consenso podemos morir, pero el exceso de consenso nos puede matar

Pero corremos el riesgo de que la importancia de los procedimientos deje en segundo plano a los contenidos. Cuando se subordina la adopción de cualquier medida, en cualquier circunstancia, a la previa aceptación de la misma en el seno del diálogo social entre empresarios y sindicatos, se está provocando una sutil alteración de la escala de valores: más importante que las medidas que pueden venir reclamadas por una grave situación económica y social, parece ser que se obtenga el acuerdo sobre las mismas. Soluciones eficaces no valdrían nada si no concitan el acuerdo de los agentes sociales. Y soluciones ineficaces, o puramente cosméticas, se convertirían por ensalmo en el bálsamo de Fierabrás si consiguen la bendición de dichos agentes.

La gestión de la crisis, tanto de ésta como de otras anteriores, exige, sin duda, reforzar los instrumentos de participación social y, en concreto, el diálogo social. Empresarios y sindicatos deben ser consultados sobre las medidas más relevantes de política económica que se pretenda adoptar, y los poderes públicos han de estar abiertos a las sugerencias que de esa consulta, por cauces formales o informales, provengan. Igualmente, los acuerdos que las organizaciones empresariales y sindicales alcancen y eleven, para su aplicación y desarrollo normativo, a los poderes públicos, han de ser, en la medida de lo posible, y siempre que no colisionen con el interés general, aceptados por éstos.

Pero convertir, en todo caso, el acuerdo de los agentes sociales en presupuesto ineludible para la adopción de decisiones de política económica y social, si puede ofrecer un cómodo burladero en el que el Gobierno se atrinchere para justificar su negativa a salir al ruedo y coger por los cuernos el toro de la crisis, terminaría convirtiendo a la política económica, al menos en parte, en un ejercicio costumbrista, en el que ya no se trataría de proclamar con orgullo que somos pobres pero honrados, sino de vanagloriarnos de que somos pobres pero, eso sí, concertados.

Podemos dar de nuevo al mundo un ejemplo inmortal, alumbrando a otras naciones con nuestra veneración de los valores del consenso. De tal forma que podremos formar en cubierta, fraternalmente entrelazados, mientras el barco se hunde, porque el ejemplo de consenso y de unidad está por encima de las medidas de salvación que puedan afrontarse sin el acuerdo de todos. Si antes podíamos decir que más vale honra sin barcos que barcos sin honra, ahora podríamos proclamar que más vale, aunque nos estemos hundiendo, consenso sin barcos que barcos sin consenso.

En una situación económica y social tan delicada como la que vivimos, sin consenso podemos morir pero el exceso de consenso nos puede matar. Es necesario reconocer la gravedad del momento y asumir las responsabilidades que a cada uno correspondan. El papel de la sociedad civil y de las instituciones a través de las que se expresa formalmente la misma debe ser creciente, pero las medidas que resulten necesarias, debidamente explicadas, discutidas, en su caso corregidas como consecuencia de tal discusión, deben adoptarse sin excusas ni dilaciones.

Aparte de que si algunas de esas medidas implican, como no puede ser de otra manera, dado el origen de nuestros problemas y el empobrecimiento relativo que a todos nos ocasionan, sacrificios importantes para los ciudadanos en general y para los trabajadores en particular, los poderes públicos no pueden legítimamente pretender que los agentes sociales se hagan responsables de las mismas, asumiendo sus costos ante la opinión pública.

Esos costos deben asumirlos quienes tienen la responsabilidad de gobernar, y de su buen hacer, de su transparencia y su capacidad de convicción (de su crédito, en definitiva) dependerá que los ciudadanos asuman los sacrificios que en su caso procedan y colaboren, además, con los gobernantes en los objetivos de un mayor crecimiento económico y una mejor distribución de sus beneficios en el conjunto de la sociedad, manteniendo y, si es posible, elevando las cotas de bienestar social.

Federico Durán López. Catedrático de Derecho del Trabajo y socio de Garrigues

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