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Columna
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Hambre y corrupción

Hace unas semanas los principales líderes del mundo asistieron en Roma a la Cumbre sobre Seguridad Alimentaria Mundial convocada por la ONU. Se trataba de analizar el grave problema de la epidemia de hambre que azota a aquella parte del planeta que denominamos Tercer Mundo. Una vez más, este tipo de iniciativas ha servido para sensibilizar transitoriamente a la opinión pública mundial, sensibilidad que desaparece -o se amortigua en gran medida- para dejar paso a preocupaciones más hondas: referéndum europeísta en Irlanda, elecciones en EE UU o desarrollo del campeonato europeo de fútbol.

En esta ocasión se nos presenta como la novedosa causa inmediata del actual desastre el empleo, para la producción de nuevos tipos de carburantes, de determinados productos tradicionalmente utilizados para producir alimentos. Hay cálculos que imputan a esta circunstancia la mitad del último incremento anual del precio de los alimentos (57%). Pero, en realidad, el problema dista mucho de ser nuevo. Basta recordar que hace ahora cinco años, con motivo de la anterior cumbre, se cifró en 850 millones el número de personas que padecían hambre. E indudablemente, sus orígenes mediatos son varios y graves.

No puede negarse que la pobreza objetiva -ausencia o escasez relativa de recursos naturales-, unido al sistema de formación de precios de los mercados mundiales, explica parte de los problemas de algunos de los países afectados. Pero quedarse en esa explicación supone avalar a todos aquellos que se empeñan en interpretar la historia del mundo en clave maniquea -unos son afortunados y malos, otros son desafortunados y víctimas-.

La miseria generalizada en una parte del mundo resulta una seria amenaza para la estabilidad de la otra

Por el contrario, la persistencia de buena parte de la población mundial lejos del nivel mínimo de subsistencia responde también a varios factores diabólicamente conjugados: la existencia de muchos Estados escasamente estructurados; la permanencia de multitud de gobernantes sátrapas al frente de los países; la generalización de Administraciones corruptas; el ensoñamiento de muchos líderes con objetivos pseudorrevolucionarios; la escasa predisposición al trabajo y al esfuerzo por parte de la población...

Tradicionalmente, la respuesta adoptada por los países desarrollados ha consistido en el envío de recursos económicos, llegando a plantearse objetivos cuantitativos -el famoso 0,7% del PIB- como la panacea para solucionar el problema. No hay tal. La evidencia empírica ha demostrado de modo reiterado que este tipo de soluciones resulta básicamente estéril, y con frecuencia fuente de corrupción tanto en su punto de destino como en su lugar de origen. En el destino sirve las más de las veces para aumentar el patrimonio de los gobernantes sátrapas locales, sus acólitos y sus familias. En el origen, en el peor de los casos sirven para el aprovechamiento de redes especializadas en el saqueo de estos fondos, y en el mejor, resultan desviadas hacia actividades alejadas de sus fines. En este sentido, el último ejemplo nacional consiste en el escandaloso pago con cargo a dichos fondos de 57.000 euros por una actuación musical de Ana Belén por parte del ayuntamiento de una capital de provincia.

No obstante el fracaso cosechado hasta ahora, nada justifica que los países desarrollados -y sus nacionales- abandonemos el objetivo de combatir la pobreza y el hambre. Nos obliga la ética, la solidaridad e incluso nuestra propia seguridad, toda vez que la miseria generalizada en una parte del mundo resulta una seria amenaza para la estabilidad de la otra.

Sin embargo, convengamos que es preciso modificar radical y valientemente las pautas que han regido hasta ahora la lucha contra el hambre. Dejemos de enviar por conducto oficial dinero público y empecemos a utilizarlo directamente para abordar la causa del problema. Hay que crear estructuras productivas, sistemas de comunicación y transporte, instituciones de Estado y Administración, formar técnicos y funcionarios, construir y gestionar centros sanitarios y educativos...

A su vez, en las sociedades desarrolladas debemos asumir con energía el principio de tolerancia cero con los responsables nacionales de los países afectados por la hambruna. Y en coherencia con dicha asunción, actuemos sin complejos y sin límites forjados desde el cinismo. Forcemos su expulsión de todo organismo internacional, exijamos a nuestros representantes institucionales que abandonen la escandalosa, inmoral e interesada confraternización con la tiara de tiranos que mantienen yugulados a sus pueblos, o prohibamos a nuestras empresas negociar con los Gobiernos culpables de la miseria de su población.

Simultáneamente, potenciemos las ayudas estrictamente humanitarias o paliativas del hambre y la miseria. Pero hagámoslo primando la actuación privada, que hasta ahora es la que ha resultado más eficaz y menos permeable a la corrupción. Hora es de ser justos reconociendo la labor realizada por múltiples instituciones filantrópicas -tantas veces silenciadas e ignoradas-. Entre ellas, y pese a no resultar políticamente correcto ante según qué instancias, ocupa un lugar destacado la Iglesia católica y la multitud de religiosos que desde hace décadas dedican esfuerzos e ilusiones a resolver eficazmente problemas humanos que los Estados son incapaces de solucionar.

Ignacio Ruiz-Jarabo Colomer. Ex presidente de la SEPI y presidente de PAP Tecnos

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