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Tribuna
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El mando a distancia

En el mundo empresarial, la comunicación es el acto de involucrar a los grupos de interés en un proyecto y en unos objetivos comunes, subraya el autor. Y esa participación debería tener, en su opinión, un reflejo práctico en la imagen de la empresa y de sus directivos

En tiempos de mentira universal, decir la verdad es un acto revolucionario', escribió irónicamente George Orwell, aunque no sé si cuando plasmó tal sentencia se estaba refiriendo también a las épocas de crisis/desaceleración/ajuste fino/turbulencias financieras que, como ahora, estamos padeciendo. Yo creo que sí; al fin y al cabo, el autor de Rebelión en la granja era muy suyo.

Cuando éramos niños nos enseñaban que no se debe mentir, que siempre hay que decir la verdad. Como los tiempos cambian, ahora apenas se habla ya de la verdad, porque lo que se lleva es informar y hacer gala de ello. Lo verdadero ha sido sustituido por lo verosímil, como dijo alguien, y probablemente confundimos, a veces intencionadamente, informar con comunicar, aunque no tengan mucho en común. Al fin y al cabo, informar es dar noticia de una cosa y, por extensión, poner en conocimiento de otros los datos o hechos que nos dé la gana.

Hay demasiada cosmética en las grandilocuentes afirmaciones que, muchas veces, se hacen desde las empresas

En el mundo empresarial habría que entender la comunicación como el acto de involucrar a los grupos de interés en un proyecto y en unos objetivos comunes, a partir de valores y principios mayoritariamente asumidos. Y esa participación debería tener un reflejo práctico en la imagen de la empresa y de sus directivos. Lo lógico, digo yo, es que la empresa -que es lo importante- sea la que aparezca en los medios, la que tenga el perfil alto, y no los directivos. Aunque en estos tiempos la identificación de empresas y personas (en muchos casos, buscada por los interesados; en otros, facilitada por los propios medios de comunicación) perturba la realidad y algunos, que se creen lo que no son, patrimonializan la empresa y se confunden con ella, olvidando que la primera y sagrada obligación de un directivo, o de un empresario, es hacer una empresa mayor y mejor para los que vengan después. Las personas pasamos; las obras, si se hacen con rigor, deben tener vocación de futuro.

Hablando de fondo y forma, Gracián escribe con acierto que 'no basta la sustancia, también se necesita la circunstancia'. No es suficiente con un envoltorio atractivo o con una imagen moderna, que también son convenientes. Si buscamos la excelencia y queremos garantizarnos el futuro, tenemos que ser capaces de vender el proyecto de empresa, su entraña; sus principios y valores, sus objetivos, su destino, su fin, a cuantos pueden participar en esa tarea; a todos y cada uno. Y para ser creíble, la comunicación, que no tiene apellidos ni es sólo un valor añadido, debería cumplir siempre tres requisitos: compromiso, veracidad y transparencia.

Y compromiso es prometer con; es decir, ponerse de común acuerdo con otros en una finalidad, en una acción, en un proyecto. Y los otros, con mayúsculas, son todos los que, precisamente, hacen la empresa: accionistas, consejeros, alta dirección, jefes y directivos, clientes, empleados, proveedores, colaboradores, medios de comunicación, opinión pública… Todos los que son y deben estar. No hay duda de que si soy veraz, diré la verdad; si no lo soy, mentiré. Así de fácil. Podemos vestir al muñeco o maquillar los datos, pero, a la postre, todo se acaba sabiendo. La verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero. Y, hoy más que nunca la comunicación debe ser transparente (del latín trans, a través; parens-tis, que aparece) para que sea creíble y pueda asumirse, por veraz y confiable, por los grupos o personas a las que va destinada. No hay otro camino para el compromiso, ni tampoco para el éxito empresarial.

Por obvio, no hace falta repetir que la comunicación es una de las grandes necesidades ('vitales' decía Tocqueville hace 200 años) del siglo XXI y, aunque es una responsabilidad que todos deben compartir, tiene que ser asumida como compromiso por la alta dirección, porque la comunicación sólo es efectiva si refleja el comportamiento de quien la transmite. A eso, aunque muchas veces lo olvidemos, se le llama coherencia, que es lo que los clientes, la sagrada opinión pública y la sociedad demandan hoy a las empresas.

Esto, que parece tan sencillo, no deja de ser -como escribiera el poeta- una especie de sueño imposible de una tarde cualquiera: 'Yo, José Hierro, un hombre/ como hay muchos, tendido/ esta tarde en mi cama,/ volví a soñar' (Quinta del 42, 1953).

Claro está que, cuando despertamos, la cruda realidad se impone. Hay demasiada cosmética en las grandilocuentes afirmaciones que, muchas veces, se hacen desde las empresas. Hay que denunciar y repetir que seguimos arrastrando enormes diferencias entre el discurso oficial y la práctica real, y una de las principales tareas que los directivos tienen que acometer es que el discurso empresarial se ajuste a los hechos; que la habitual disonancia decir/hacer no se instale con normalidad en las organizaciones y la actuación coherente no sea una excepción.

Al final, si uno reflexiona, todo se explica. Las empresas son el trasunto de las personas, y las organizaciones comparten con las personas algunas de sus virtudes y todos sus defectos. Por ejemplo, y como muestra de las grandes y graves preocupaciones que nos acechan y preocupan a los humanos, la constatación de que, según dicen los papeles, el 46% de las discusiones entre las parejas españolas están provocadas por la posesión del mando a distancia de la tele. Y nosotros escribiendo sobre la conveniencia de comunicar… ¡Apaga y vámonos!

Juan José Almagro. Director general de Comunicación y Responsabilidad Social de Mapfre

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