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Tribuna
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Por qué Europa se resfría

Cuando Estados Unidos estornuda, Europa se resfría'. Una vez más, parece que se cumple el viejo proverbio de los coyunturistas: uno tras otro, el Fondo Monetario Internacional (FMI) y la Comisión Europea acaban de reducir, aproximadamente en medio punto, su previsión de crecimiento europeo para 2008. Parece tan natural que nadie se sorprende: la situación se repite cada 10 años aproximadamente. La última vez que la economía estadounidense se hundió, en 2001, Europa vivió dos años de estancamiento, y realmente no recuperó su vitalidad hasta 2006.

Sin embargo, esta dependencia no es evidente, a pesar de tener toda la apariencia de serlo. En primer lugar, Europa no padece ninguna inferioridad numérica. Con un 20% o un 30% de la producción mundial cada una, dependiendo de las valoraciones, Estados Unidos y la Unión Europea son los dos mastodontes de este mundo, muy por delante de Japón o de China. La economía de los Veintisiete pesa incluso un poco más que la de Estados Unidos (la de la zona euro algo menos). También por su peso comercial y por el tamaño de sus mercados financieros está a la misma altura que su socio.

Después, la Europa de los Veintisiete exporta poco a Estados Unidos: solamente tres veces más que a Suiza, un poco más del 3% de su PIB. Digamos que una posible reducción de estos intercambios sería un tropiezo de poca importancia, sobre todo cuando las exportaciones hacia China, Rusia, Turquía o India crecen, como estos últimos años, a un ritmo del 15% anual. En comparación, Asia es mucho más dependiente del crecimiento estadounidense, a causa del volumen y la orientación de sus exportaciones. Sin embargo, el FMI casi no ha corregido sus previsiones de crecimiento para esa zona.

En el aspecto financiero, la interdependencia aumentó considerablemente desde mediados de los años noventa. Así, los activos estadounidenses depositados en la zona euro suponen casi un cuarto del PIB de esta zona, cinco veces más que hace 10 años. Cuando Wall Street sube o baja, la riqueza de los europeos se resiente directamente. Pero precisamente, Wall Street ha bajado poco desde hace un año, claramente menos que las Bolsas del Viejo Continente: un 5% para el Dow Jones, frente a un 15% para el Cac-40. Si el mercado financiero estadounidense ha desempeñado un papel, es más bien el de amortiguador.

Quedan las hipotecas basura. A principios de la década, Europa sufrió la abundancia de las pérdidas materializadas al otro lado del Atlántico por sus empresas y sus inversores, que compraron demasiado tarde y demasiado caros los valores tecnológicos. Esta vez, todavía estamos limitados a las conjeturas en cuanto a la amplitud de las pérdidas inducidas por el derrumbamiento del mercado de los productos derivados de los créditos inmobiliarios de riesgo. Alrededor de la mitad de los 263.000 millones de pérdidas en potencia de las que el G-7 hablaba a principios de febrero se situaría en Estados Unidos, donde los bancos ya han anunciado más de 53.000 millones de pérdidas; la otra mitad se situaría en el resto del mundo, principalmente en la Europa comunitaria y en Suiza.

Se confirma así, una vez más, la asombrosa capacidad de los europeos para llevar a cabo inversiones peligrosas. En una hipótesis pesimista, supongamos que estos 263.000 millones de euros de pérdidas se concretan, y que los bancos de la Europa de los Veintisiete terminan por soportar un tercio. Eso representaría un impacto de aproximadamente dos tercios de punto del PIB, macroeconómicamente manejable pero desestabilizador para algunos bancos, y significativo para el conjunto del sistema bancario.

Podríamos seguir haciendo un inventario de los canales de transmisión de la crisis estadounidense a Europa (contagio entre mercados inmobiliarios, aumento de la prevención ante el riesgo) y evaluando la importancia de cada uno de ellos. O por el contrario, podríamos contabilizar las posibles buenas noticias, y evaluar las consecuencias de una desaceleración estadounidense para el precio del petróleo y de las materias primas. Podríamos esforzarnos en apreciar las respuestas de los tipos de cambio ante la discrepancia de las políticas económicas, y sus repercusiones en el crecimiento europeo.

Sin embargo, puede que lo más importante no esté ahí. Más allá de los elementos analíticos, el pesimismo respecto a Europa de los que hacen previsiones se explica también, quizá más, por la convicción de que en un contexto agitado, a ésta le costará encontrar en sí misma los resortes para un crecimiento autónomo.

La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) ha popularizado últimamente el concepto de resilience, o resistencia, para designar la capacidad de recuperar la trayectoria después de haber encajado un golpe. Esta característica es precisamente la que les falta a las economías europeas. A menudo, dan la impresión de que sólo pueden prosperar en un entorno favorable, y de que están continuamente dispuestas a tropezar.

Una economía avanzada, masiva por su tamaño, y que podría desempeñar un papel de mecanismo de arrastre mundial o, al menos, regional, se percibe, y a menudo se comporta, como una economía frágil y subordinada. Esta dependencia declarada tiene mucho que ver seguramente con las dudas que los propios europeos mantienen respecto a su capacidad para concebir su desarrollo económico, respecto a las posibilidades de inversiones rentables, o respecto a la calidad de sus políticas económicas; en pocas palabras, lo que Keynes llamaba el espíritu animal de los capitalistas. Resumiendo, la Europa económica es un mastodonte, pero todos se preguntan si no estará equipada con un córtex de avestruz. Esperemos que los próximos meses refuten esta visión deprimente.

Jean Pisani-Ferry. Economista y director de Bruegel

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