Liberales al rescate
Cuando en los años ochenta estalló en España la crisis bancaria surgieron dos escuelas de pensamiento. La primera consideraba que la crisis de un banco se transmitía de modo automático al conjunto del sistema financiero. Que si un banco quebraba el daño en términos de pérdida de confianza hacia todos los demás sería insoportable, por lo que se imponía acudir en su rescate o, mejor dicho, que el Estado, es decir los contribuyentes, aportaran los fondos necesarios para reflotar al hundido.
La segunda era de la opinión de que alguna quiebra aislada siempre es saludable porque obliga al depositante a discriminar entre los bancos que ofrecen solvencia y los que se embarcan en aventuras que transgreden la ley de la gravitación universal. Que un banco quiebre, según esta segunda escuela, es la sanción a comportamientos temerarios con los que el público debe evitar alinearse si quiere quedar a salvo de las consecuencias. El miedo guarda la viña y la quiebra de un banco es la penalización de un comportamiento heterodoxo frente al que se impone la natural prevención y la reorientación de la confianza hacia quienes la merecen con juego limpio, sin ofrecer locuras a prueba de bombas.
Ahora las turbulencias no tienen su epicentro en España, no se trata del Banco de Navarra, ni del de Valladolid, ni del Latino, ni del de Levante, ni de Banco Unión, ni de la Banca de Siero, ni se habla de Palomeras, ni de Domingo López, ni de Ruiz Mateos.
Para confusión de los triunfalistas de la catástrofe, al estilo Eduardo Zaplana o Manuel Pizarro, la salud del sistema financiero español no está en entredicho. Precisamente porque padecimos una crisis propia de grave intensidad hace 20 años, que exigió establecer el Fondo de Garantía de Depósitos constituido al 50% por la banca privada y los contribuyentes, decidimos entonces vacunarnos contra posibles rebrotes, adoptar medidas muy estrictas, fijar coeficientes máximos de morosidad y de inversión, establecer otros mínimos de liquidez y exigir su estricto cumplimiento mediante una inspección del Banco de España reforzada en sus equipos, modernizada en sus sistemas y cargada de autoridad.
Ahora el viento sopla de Poniente y la crisis tiene su origen en las famosas subprime, un producto financiero que gozaba del prestigio indiscutido del made in USA.
Escribe en The New York Times un liberal auténtico Paul Krugman, que en cualquier momento será premio Nobel, para alertarnos sobre el alcance y los remedios ideados contra las turbulencias. Explica que los expertos plantean la necesidad de recurrir al dinero público para rescatar el sistema finaciero estadounidense.
Se pregunta qué hará el Gobierno federal cuando intervenga para asegurarse de que no está rescatando también a quienes nos han metido en este lío. Explica la génesis de los préstamos basura -las subprime- y cómo la convicción de que el mercado siempre tiene razón y la regulación siempre es mala hicieron que Washington ignorase las señales de alarma.
Añade que a la hora de la verdad los responsables financieros no están dispuestos a correr el riesgo de que las pérdidas provocadas por estos préstamos basura puedan colapsar el sistema y provocar el derrumbe de la economía real. Advierte de la necesidad de una limpia de accionistas en las instituciones que han quebrado, de que los dueños de bonos admitan un recorte y de anular las opciones sobre acciones de unos ejecutivos que se han enriquecido a base de arrojar la moneda al aire y decir: cara, yo gano; cruz, tú pierdes.
Por aquí no se ha escuchado ni leído nada por cuenta de los liberal-nihilistas que siempre predican las bondades del mercado hasta que reclaman los fondos públicos cuando se ven en situaciones de apuro. Mientras se deciden a comparecer ante el público podrían aplicarse a la lectura del libro de Alan Greenspan, uno de los que nos han llevado a la presente crisis, bajo el título de La era de las turbulencias publicado estos días por Ediciones B.
Miguel Ángel Aguilar. Periodista