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Columna
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Política económica y democracia

Uno de los grandes activos sobre los que se ha constituido el crecimiento del bienestar en nuestro país ha sido, sin lugar a dudas, la continuidad a lo largo de los años de la experiencia democrática de los grandes objetivos de política económica y de las medidas que ésta ha venido aplicando para su consecución.

Sin embargo, no siempre fue esto así. En particular en los comienzos de la transición el consenso en materia de política económica estaba lejos del alcance de los partidos políticos. No era solo que en España en los años 70 del siglo pasado hubiera como en otros muchos países una enorme confusión sobre cómo hacer frente al fenómeno de la estanflación cuando se observaba que las políticas monetarias y fiscales expansivas puestas en marcha para luchar contra el creciente paro no solo fracasaban en su objetivo sino que reavivaban la inflación. Es que además en España estaban cambiando las reglas del juego económico con la aparición de los nuevos sindicatos libres y sus aspiraciones legítimas de mejorar las condiciones de trabajo y los sistemas de negociación salarial; y, al mismo tiempo, la influencia tanto del acontecer político como de la incertidumbre política sobre la marcha de la economía habían crecido de manera impresionante.

En aquellas circunstancias de cambio político e institucional en medio de la más grave crisis económica que habían vivido los países industrializados desde el final de la II Guerra Mundial no era sorpresa para nadie que el rigor en la política económica se sacrificara el objetivo superior de conseguir un asentamiento pacífico y con el menor enfrentamiento social posible de la nueva convivencia democrática. Y ello ocurría en medio de una gran confusión doctrinal sobre cual era la sociedad que se quería construir tanto en la derecha que buscaba la protección del Estado de sus intereses económicos como en la izquierda que todavía tenía que decidir si lo que deseaba era un modelo económico socialdemócrata como el que se había construido en Europa en las anteriores tres décadas o favorecer políticas de nacionalización e intervención estatal a toda costa.

Pero el creciente enfrentamiento social, la consiguiente caída de la inversión empresarial nacional y extranjera y la amenaza de una inflación descontrolada llevaron a la firma de los Pactos de la Moncloa que fueron la semilla del consenso que luego llegaría a predominar en la política económica española y que tanto contribuiría a través de sus éxitos en materia de crecimiento y saneamiento económico a la consolidación de la democracia en una sociedad crecientemente abierta al exterior.

Los Pactos de la Moncloa, (1978) aun aceptando que vieron dificultada la consecución de sus objetivos por el recrudecimiento de la crisis del petróleo después de la revolución iraní, no fueron gran cosa como plan de ajuste antiinflacionario. Todavía en diciembre de 1982 cuando se formó el primer Gobierno socialista la inflación continuaba en tasas superiores al 14% anual. Aun había que andar mucho para que empresas y sindicatos se hicieran sensibles a los peligros sobre el empleo de la pérdida de la competitividad. Esto solo llegó a producirse en la década de los 90 constituyendo desde entonces uno de los activos más valiosos para la instrumentación de la política económica.

Lo que aportaron los Pactos de la Moncloa del modo más positivo al proceso de continuidad que luego caracterizaría la permanencia de los grandes rasgos de la política económica en España por encima de las diferencias políticas entre los distintos Gobiernos que hemos tenido, fue, en primer lugar la cultura del consenso que implica que por razones de defensa de los intereses particulares o de clase nadie pueda imponer estos por encima de los intereses generales sin dar una oportunidad a la transacción y al acuerdo.

En segundo lugar, al establecer un intercambio entre subidas de salarios nominales y crecimiento del salario en especie que recibían las familias a través de los instrumentos del Estado de Bienestar (educación y sanidad gratuitas, pensiones más dignas, subsidios y prestaciones de desempleo, ayudas sociales de todo tipo) y siendo necesario para ello poner en marcha una reforma fiscal ambiciosa como se hizo, los Pactos de la Moncloa estaban diseñando el futuro modelo económico siguiendo las pautas del patrón socialdemócrata en Europa y dejando por tanto alternativas más o menos utópicas o tercermundistas que algunos, claramente minoritarios, propugnaban.

A partir de ahí, por un proceso de superación de dificultades y también de consecución de importantes éxitos se fue formando ese consenso que ha caracterizado las líneas directrices de la política económica y que también ha contribuido a mejorar la calidad de nuestra vida democrática y a generar esta historia de éxito en que se ha convertido la experiencia española de transición a la democracia en un contexto de apertura y globalización económica.

Carlos Solchaga. Ex ministro de Economía y Hacienda

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