Dos economías bien diferentes
Un periodo de crecimiento tan largo como el que acumula la economía española, nada menos que 14 años, provoca una inconveniente amnesia en los agentes económicos, muy pronunciada en la gente de la calle, entre otras cosas porque un abultado colectivo no ha conocido nunca los efectos de una recesión. Aunque en España el debate sobre la contracción del crecimiento viene de meses, ha sido en las últimas semanas cuando la afloración de decepcionantes datos de empleo e inflación han alarmado a la sociedad, y han generado alerta.
Pero la situación no es, en absoluto, de alarma. Puede recortarse el avance de la producción en un punto largo en términos anuales, aunque habrá que aceptar puntos de inflexión trimestrales del entorno del 2%, o incluso inferiores. Tales avances seguirán siendo similares a los de la Unión Europea, aunque menores que los registrados en los países del Este del continente, que conservan un innegable carácter de emergentes.
Pero no es despreciable una desaceleración hasta el entorno del 2%, por la composición del crecimiento en España: si hasta ahora la actividad más dinámica ha sido la construcción y los servicios intensivos en trabajo, la desaceleración se cebará en los mismos sectores, y habrá destrucción de empleo, rompiendo el paradigma tradicional de que con un avance mayor al 2% del PIB se genera nueva ocupación. Y si se destruye empleo, en una economía que ha duplicado su ocupación desde 1995, la sensación social será de crisis.
No obstante, la economía de hoy y la que precedió a la última recesión, en 1993, son bien diferentes. Independientemente del tamaño y su posición en el mundo, la economía de hoy es más abierta, más flexible e infinitamente más estable que la de 1993. Hace 15 años jugaba un papel singular el Estado, no tanto por su tamaño como por el déficit fiscal creciente que tenía, que drenaba recursos privados para la financiación de la actividad y elevaba artificialmente el coste de financiación de la economía. Hoy su participación es muy inferior, cuantitativa y cualitativamente.
Además de tener un Estado que pesa menos en el PIB, la política fiscal es de las más saneadas de Europa, con unos números negros de cerca de 20.000 millones de euros (el 2% del PIB), que pueden funcionar como elemento cebador de la actividad en caso de necesidad, bien con un esfuerzo keynesiano de inversión, bien como impulso liberal de devolución de renta mediante recorte de impuestos.
España cuenta también con la disciplina cambiaria que proporciona la Unión Monetaria, que evita la solución castiza y engañosa de la devaluación reiterada. Una disciplina que garantiza financiación a una de las economías con mayores volúmenes de intercambio comercial del globo y que ha generado proyectos empresariales planetarios de primer nivel. Cierto es que España tiene una de las tasas de ahorro más raquíticas de la UE, aunque está engrasada con uno de los sistemas financieros más sólidos y eficientes del mundo.
El mercado laboral es hoy mucho más flexible que en 1993, aunque podía serlo más si en los años de vacas gordas se hubiesen afinado algunos elementos del engranaje, como la negociación colectiva para primar los esfuerzos que mejoran la productividad.