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Columna
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Razonablemente mal

Las últimas semanas no han traído precisamente buenas noticias. En nuestro país, el fuerte incremento de los precios al consumidor en octubre (un 1,3%) ha elevado la tasa anual al 3,6% y ampliado nuestro diferencial con la media de la zona euro hasta un punto porcentual. Por desgracia, tampoco proporciona consuelo alguno el observar la marcha del índice subyacente de precios (1,4% y 3,1%, respectivamente). En opinión de los analistas el IPC alcanzará en diciembre una tasa anual del 4% -con las consiguientes repercusiones en los ajustes de las pensiones públicas y en las cláusulas de revisión de los contratos laborales-.

Las previsiones para 2008 indican una contención de la inflación, hasta una tasa media del 2,8%, a la cual seguiría un repunte de los precios en 2009 hacia la zona del 3,5% también de media. No es ningún secreto que las causas de este tirón de los precios residen, sobre todo, en el comportamiento de los alimentos elaborados -debido en buena parte, pero sólo en buena parte, al encarecimiento de las materias primas- y los productos energéticos. Y como las malas noticias nunca vienen solas, el comportamiento del valor añadido del sector industrial se ha ido reduciendo en los meses transcurridos de este último semestre del ejercicio, tendiendo a incrementos del orden del 3% para el próximo bienio.

Tampoco es muy esplendoroso el panorama entre nuestros socios del euro, con pronósticos que apuntan a un descenso superior al medio punto en el sector industrial para el año próximo (3,1% de incremento frente a 3,8% en el ejercicio a punto de cerrar).

Pero estas perspectivas pueden calificarse de brillantes si las comparamos con lo que se espera en el caso de EE UU. Allí, aun cuando los optimistas todavía pueden citar alguna que otra cifra alentadora, los nubarrones que se ciernen en el horizonte son muy oscuros. Con una crisis inmobiliaria rampante no cabe aguardar sino malas noticias en el sector de la construcción, y si a ello se añaden las preocupaciones dominantes en los mercados crediticios y el aumento inevitable de los precios, el futuro del consumo privado no puede ser más desalentador -no olvidemos dos cifras: su peso en el PIB es nada menos que del 70%, y la relación entre pasivos financieros y renta disponible ha llegado a la preocupante cifra del 130%-. Agotada la posibilidad de una reducción de impuestos por los dispendios fiscales del manirroto presidente Bush y con unos precios del crudo en alza y un dólar en baja continua, el margen de maniobra de la Reserva Federal para hacer frente a una recesión es bastante limitado.

Como ahora están de moda las economías emergentes, se dirá, no sin razón, que su vigoroso crecimiento puede compensar las vacilaciones de los tradicionales pesos pesados occidentales y sostener en crecimiento global, pero su papel no deja de ser ambiguo ya que si bien, de un lado, equilibrarán las vacilaciones de EE UU y Europa, de otro son unos temibles competidores en los mercados internacionales de materias primas y de crudo.

En el pasado las recesiones de los países desarrollados traían bajo el brazo la relativa ventaja de descensos de precios, por ejemplo, el del petróleo. Esto, por desgracia, ya no es así habida cuenta de las insaciables necesidades, por ejemplo, de China e India. Una vez más volvemos a las dificultades para las políticas monetarias de los bancos centrales de EE UU y de la UEM antes referida.

Haríamos mal si después de leer estas líneas sacáramos la conclusión de que estamos analizando males ajenos contra los cuales la economía española está vacunada. Nada más equivocado. Como no podía ser menos, participamos en casi todos los síntomas descritos y padecemos males muy similares, agravados en ciertos casos. Como los shocks del petróleo padecidos en 1973 y 1979 por todas las economías occidentales mostraron, nuestro país fue uno de los más afectados por su escasa flexibilidad para hacer frente a situaciones adversas de ese tipo. Casi 30 años después nuestros mecanismos económicos siguen atenazados por parecida rigidez, de tal forma que si los precios del petróleo y de otras materias primas siguen aumentando, la inflación y el elevado endeudamiento de empresas y familias van a reducir fuertemente el consumo y determinadas inversiones, con las consiguientes consecuencias negativas en el empleo y las cuentas públicas. O sea, que lo que antes iba razonablemente bien comenzará a ir razonablemente mal, y todo ello en plena campaña electoral.

Raimundo Ortega

Economista

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