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CincoSentidos

Una historia vulgar

æpermil;sta es la historia de un gran amor, el de Carmen y Tomás. El autor del relato nos narra minuciosamente sus vidas desde la adolescencia: sus gustos, sus aficiones, el nacimiento de su relación... Son dos personas muy diferentes entre sí que deciden empezar una vida juntos. Se quisieron mucho, trabajaron demasiado y empezaron a ahogarse en su hogar. Finalmente, decidieron separarse. Repetimos: ésta es la historia de un gran amor.

Tomás y Carmen se conocieron en la Universidad. Los dos habían nacido en una pequeña ciudad del noroeste. Sus familias eran de clase media; los padres de Tomás eran profesores de instituto y el padre de Carmen era policía, mientras que su madre tenía una tienda de ropa. Los dos estudiaron en institutos de la misma ciudad y coincidieron en varias ocasiones, a lo largo de sus años como estudiantes de instituto, en las zonas de bares de la ciudad, los sábados por la noche, aunque sin llegar a trabar amistad. Se veían de tarde en tarde. æpermil;l era un joven moreno, de pelo oscuro algo rizado, y ella, una joven rechoncha de cara redonda y melena ondulada y pelirroja.

Los dos estudiaron en institutos de la misma ciudad y coincidieron en varias ocasiones, a lo largo de sus años como estudiantes de instituto, en las zonas de bares de la ciudad, los sábados por la noche, aunque sin llegar a trabar amistad. Se veían de tarde en tarde. æpermil;l era un joven moreno, de pelo oscuro algo rizado, y ella, una joven rechoncha de cara redonda y melena ondulada y pelirroja.

A Tomás le gustaba contemplar el atardecer y a Carmen le gustaba la música. Más tarde, Carmen comenzó a tocar el violín y Tomás se compró un telescopio de aficionado, y las noches de los domingos lo sacaba al alféizar de su ventana y veía las estrellas.

Al llegar a los 18 años, los dos dejaron su ciudad y se desplazaron hasta la capital del Estado para matricularse en la Universidad. Carmen lo hizo en Idiomas y Tomás, en Física. Los dos pasaron tres años estudiando durante las mañanas y yendo a clase durante las tardes, de domingo a viernes, y saliendo a bailar y a tomar copas los sábados por la tarde. Los dos pasaron tres años, desde octubre a julio, en la capital del Estado y regresando a casa los veranos, los días de fiesta y algunos fines de semana. Forjaron amistades más o menos duraderas. Aprendieron a ganarse la vida dando clases y trabajando. Leyeron libros. Vieron obras de cine y de teatro. Escucharon música. Contemplaron atardeceres. Y amaneceres. Sintieron el amor. Y el desamor. Estuvieron enfermos. Y sanaron.

Al cabo de tres años de estar en la universidad volvieron a reencontrarse en una fiesta de graduación. Se reconocieron. Se acercaron el uno al otro. Entablaron conversación. Y pasaron dos horas recordando su ciudad natal y contándose historias sobre lo que habían conocido hasta entonces y de lo que les quedaba por conocer. Se gustaron. Carmen regresó aquella noche a su apartamento con el recuerdo de la mirada soñadora de Tomás. Y Tomás recordaba, antes de dormirse al amanecer en su habitación de la residencia de estudiantes, la manera peculiar en que brillaba el pelo rojizo de Carmen a la luz de las velas en la sala de baile.

A la mañana siguiente tuvieron el impulso de volver a verse. No les fue difícil encontrarse en el campus. Se encontraron, volvieron a charlar, se intercambiaron los teléfonos, volvieron a verse, se enamoraron y pasaron los dos años restantes de sus estudios sintiendo amor el uno por el otro.

Al terminar sus estudios los dos buscaron trabajo y lo fueron encontrando al cabo de unos meses. Carmen traducía documentos técnicos y Tomás fotografiaba espectros estelares. Al principio estuvieron separados en dos ciudades distintas y se comunicaban por teléfono y por videoconferencia, y se compraron en poco tiempo dos automóviles y pasaban juntos los fines de semana en un apartamento que tenían alquilado a medio camino de las dos ciudades en las que habían encontrado trabajo. Después fueron arreglándoselas para encontrarse, y al cabo de otros tres años ya trabajaban los dos en la misma ciudad.

Vivieron juntos cinco años. Trabajaban por las mañanas y hasta media tarde y llegaban cansados a casa al anochecer, de lunes a sábado. A veces se las arreglaban para comer juntos y, a veces, apenas tenían tiempo para sentarse un rato después de cenar, mirándose el uno al otro y diciéndose 'hola' con una sonrisa callada y serena. Los sábados salían a bailar o a cenar por la noche. En vacaciones solían salir juntos y se iban de viaje. Algunas de sus amistades siguieron creciendo y otras terminaron. Y otras nuevas fueron naciendo. Su casa fue cambiando y algunos muebles fueron sustituidos por otros. Su automóvil se averió y tuvieron que desecharlo y cambiarlo por otro más grande. Se quisieron mucho. Se enfadaron muchas veces. Se hicieron llorar a ratos y a ratos gozaron de su amor tan intensamente que les parecía mentira que pudiera perdurar un amor tan grande. Sus padres poco a poco se fueron muriendo. Se quisieron mucho, aunque no llegaron a tener hijos.

Una primavera se dieron cuenta de que empezaban a llorar más a menudo y de que su amor se hacía más y más pequeño. Trabajaban más durante la semana y salían menos a menudo los sábados. Ya no se esforzaban por comer juntos y las más de las veces, cuando se encontraban al anochecer en su casa, no solían tener ganas de sonreírse antes de meterse en la cama. Los amigos empezaron a pesar más en sus vidas, y su casa menos. Sus padres ya habían muerto, y ya sabían que nunca habría niños jugando en los pasillos de su casa, que por primera vez les pareció demasiado grande; ni estropeando los muebles que entonces, por primera vez, les parecieron demasiado nuevos.

Al verano siguiente se dieron cuenta de que se ahogaban. Y en otoño decidieron separarse. La vida, una vez más, estaba abierta y el aire fresco volvía a poder ser respirado con la boca abierta y sin miedo. Una vez lejos el uno del otro, se sintieron terriblemente tristes, pero también a salvo. Se refugiaron al principio en sus amigos y en sus amigas. Se dejaron mimar. Buscaron el cariño de los otros al principio, luego lucharon por que su independencia no fuera quebrada por nada ni por nadie. Se dejaron amar. Y amaron.

Carmen siguió traduciendo textos. Las declinaciones del alemán empezaron a revelarle matices a los que no había prestado atención hasta entonces. La musicalidad del idioma empezaba a hacerse palpable y podía ser pesada y medida en compases ordenados y hermosos, dotados de una belleza propia. Tomás siguió atesorando la luz que llegaba hasta el fondo de su cajita de cristal desde el corazón de las estrellas lejanas. Donde hubo sólo unos cientos de dibujos al principio, había ahora varios miles de conjuntos prodigiosos, de retículas de rayas de colores que habían recorrido el universo entero hasta depositarse, como las botellas de cristal tiradas al mar por náufragos lejanos, en las lentes de los telescopios de su observatorio. Así que los dos decidieron poner en limpio el producto de sus años de trabajo, y se pusieron a escribir, y se convirtieron en doctores, en Filología Carmen y Tomás en Atmósferas estelares. Y volcándose en sus carreras, se olvidaron el uno del otro, no del todo, pero sí lo suficiente como para poder seguir viviendo.

Una tarde de otoño Tomás estaba sentado en un bar limpiando sus lentes y escuchando el discurso de la gran movilización, antes de la campaña de Palestina. Pidió una copa, se la tomó, y luego pidió otra y otra más, y salió a la calle algo mareado y triste. Volvió a contemplar el atardecer anhelando poder hacerlo con la misma inocencia con la que solía contemplarlo al principio de sus años de estudiante. Por una vez volvió a mirar con sus ojos desnudos las lejanas estrellas. Y le pareció sentir por un instante que la vida había dejado de tener sentido. Y a pesar de saber que esa sensación era pueril, se permitió a sí mismo sentirla y bajó sus defensas hasta permitirse, sólo por una noche, sentir apenas un poquito de pena por él mismo y por todo lo que había sucedido.

Pasaron las semanas. La campaña se cobraba muertes lejanas cada día. Tomás contemplaba todo desde la lejanía de su despacho de catedrático de Física estelar. Y la vida seguía sin recobrar su significado.

No importa demasiado la manera en que se encontraron, ni tampoco si fue Carmen o fue Tomás el primero en pensarlo. Tampoco tiene demasiada relevancia el detalle de que este reencuentro pueda resultar previsible o no, a sabiendas de todo lo que se nos ha ido revelando de las vidas de ambos. Al final, ésta es ante todo una historia vulgar y previsible. No hay en ella nada extraordinario, al contrario; encontramos en ella, a poco que la observemos con atención, unos rasgos de suavidad, digámoslo así, que impiden incluso que podamos sentirnos en presencia de dos personas maltratadas por la vida, sino incluso, y por el contrario, podemos apreciar que estamos observando dos vidas bien tratadas por la suerte en muchos aspectos importantes de la existencia humana.

Lo cierto es que se encontraron una mañana, en una librería, y al principio no se reconocieron, aunque se dieron cuenta enseguida de quiénes eran. Los dos estaban más viejos. Aunque no demasiado; él mantenía la mirada soñadora de antaño y el pelo de ella continuaba brillando de aquella manera atractiva y peculiar, como lo había hecho la primera vez que bailaron juntos. Por el contrario, ella sintió que el brillo de su melenita pelirroja se acentuaba al estar allí, con él; y él sintió de alguna manera lo mismo al estar a su lado, perdidos los dos junto a la pila de libros de ocasión y sin saber muy bien cómo comportarse. Sintieron de nuevo sensaciones que creían olvidadas desde largo tiempo atrás. Se sintieron, de nuevo y siquiera por unos instantes, inseguros. Volvieron a ser capaces de sentir, por breves minutos, un leve hormigueo peculiar y el estremecimiento que acompaña a la emoción de descubrir algo nuevo, de reencontrar algo muy querido que se creía definitivamente olvidado.

Quedaron en verse más a menudo. Y lo hicieron. Se miraron de nuevo el uno al otro alrededor de un plato de fideos y de unas copas de vino en un restaurante pequeño y poco conocido en un barrio de las afueras del campus. Hablaron. Se contaron. Pusieron sobre la mesa las viejas cartas que el instinto o no se sabe muy bien qué vieja porción del corazón humano les dio a entender que debían volverse a poner boca arriba. Se sondearon. Se observaron. Se miraron a los ojos. Y la calma pudo ir encontrando el hueco necesario para demostrar que el tiempo había ido haciendo su trabajo. Las viejas complicidades aparecieron y las viejas sombras se desvanecieron lentamente, nunca del todo, pero lo suficiente para que el frío del atardecer volviese a traer las fragancias de antaño.

Una tarde de domingo, Tomás volvió a salir al campo con su viejo telescopio para acompañar a una clase de primero de las que empezaban a estudiar en su facultad las vidas de las estrellas. Ella estaba allí, con su último libro bajo el brazo. Los cristales de espejo de las gafas oscuras de ambos se reflejaron los unos en los otros en interminables miradas. Las construcciones gramaticales tenían belleza en sí mismas. La música se movía en compases silenciosos que unían los verbos y los adverbios, los sujetos y los predicados. Al caer la noche miraron juntos las hileras de jóvenes estudiantes que comenzaban su vida adulta allí, con sus pequeños telescopios de aficionados, tratando de alcanzar el cielo. Y de alguna manera, ambos acertaron a tomarse el uno al otro del brazo. Y de alguna manera, allí, lejos de la guerra y a despecho del paso del tiempo, la vida, sin saber muy bien por qué, pareció tener sentido de nuevo.

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