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Tribuna
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La morosidad, a examen

No descubrimos nada nuevo si afirmamos que el problema de la morosidad viene siendo un lastre pendiente de erradicar ya no sólo en España, sino en nuestro mercado común. En este sentido, la directiva europea del ya lejano año 2000 y la ley española aprobada a finales del 2004 establecieron unas medidas de lucha contra la morosidad en las operaciones comerciales cuyo espíritu es el de evitar que la mora en los pagos se convierta en una opción rentable y se utilice como mecanismo de financiación de las empresas morosas, especialmente en aquellas relaciones comerciales en las que hay una parte con mayor capacidad de negociación, como es el caso de las grandes empresas y/o multinacionales, y en las relaciones comerciales en las que una de las partes contratantes es la Administración.

Dos años y medio después de la aprobación de la ley española, vale la pena recordar ciertos aspectos muy relevantes y que parecen haber quedado en el olvido de muchos. Al margen de las medidas en cuanto a plazos de pago, intereses de demora o indemnizaciones, la norma modificó la Ley 2/2002 de 26 de diciembre de Contratos de las Administraciones Públicas, estableciendo un plazo máximo de pago por parte de la Administración de 60 días. Asimismo, se modificó la Ley 7/1996 de 15 de enero de Ordenación del Comercio Minorista, fijando un plazo máximo de pago para los alimentos frescos y/o perecederos de 30 días, y de 60 para el pago de los demás productos de alimentación y gran consumo salvo, en este último caso, que medien compensaciones económicas al mayor aplazamiento, sin que en ningún caso puedan superarse los 90 días.

Ante este panorama normativo, resulta como mínimo sorprendente que la media de plazo de los pagos en sectores como el de la gran distribución, la construcción, la sanidad y, en general, en todos aquellos en los que intervienen las Administraciones públicas, se sitúe todavía tan lejos de los objetivos establecidos por la ley, triplicándose y cuadruplicándose en muchos casos. Para poder hacer una evaluación de la situación real del mercado, sin embargo, carecemos de cifras actualizadas referentes a todas las comunidades autónomas y a todos los operadores comerciales.

Según algunos estudios que han trascendido en los medios de comunicación, sólo un 5% de las empresas pone en práctica los instrumentos que la ley otorga para denunciar y hacer cumplir a sus clientes los plazos de pago establecidos, y ello se debe, según la Asociación de Gerentes de Crédito de Cataluña, al desconocimiento de las empresas sobre los instrumentos que la ley pone a su alcance y, sobre todo, al miedo a perder a los clientes o a enturbiar las relaciones comerciales cuando el proveedor se halla en una situación de inferioridad a la hora de negociar.

Tampoco hay todavía doctrina jurisprudencial sobre el alcance de la nulidad de las cláusulas que la ley denomina 'abusivas', y que son aquellas pactadas entre las partes sobre fechas de pago superiores a las establecidas en la ley, o sobre tipos de interés distintos a los recogidos en la norma. Todo ello no hace más que evidenciar la reticencia a plantear denuncias, al menos en el sector privado. En cuanto al sector público, parece que sí existe una tendencia a reclamar de las Administraciones el pago de los intereses de demora, tendencia que, de consolidarse, supondrá importantes costes para el erario público.

En este escenario, resulta de vital importancia que el Gobierno cumpla el compromiso asumido en la disposición adicional segunda de la ley, y remita un informe al Congreso con el análisis y evaluación de los efectos y las consecuencias de la aplicación del contenido de la ley a los plazos de pago en las operaciones comerciales realizadas entre empresas y entre empresas y Administración. Y es que, si en el momento en que se aprobó la ley se dio el primer paso para combatir la cultura de la morosidad, para que éste sea eficaz es necesario examinar la aplicabilidad real de la ley y ser consecuentes con el resultado. La problemática bien puede merecer una actitud pro activa por parte de quien la puede tener adoptando, en función de los resultados del examen, determinadas medidas bien en vía reglamentaria, bien mediante la creación de órganos de control, inspección y sanción, bien otorgando mayor representatividad a las asociaciones empresariales, bien creando ficheros públicos de solvencia, bien previendo mayores dotaciones presupuestarias, bien dotándonos de un código ético voluntario, o bien sirviéndonos de cualquier otra medida que permita dotar al mercado de los instrumentos jurídicos correctores de estos abusos, en un marco legal seguro y eficiente.

En el fondo, lo que está en juego es la competitividad de nuestras empresas, especialmente de las pymes, de las que fundamentalmente se nutre nuestro tejido industrial y comercial. Y no sólo las pymes, sino también las arcas de las Administraciones públicas. Lo dicho, la morosidad, a examen.

Patricia Savín de Espona. Abogada, asociada de Jausas

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