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Columna
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Moderación salarial

En los años que siguieron a nuestra incorporación a las Comunidades Europeas, la Unión Europea actual, un asunto presente en todos los debates sobre la economía española era el de la conveniencia de la moderación salarial. La razón no era difícil de encontrar. Tras la muerte de Franco, una década antes, se había producido en España una explosión salarial de grandes dimensiones. La prohibición de la asociación y la actividad sindical y la persecución de los líderes obreros durante la dictadura había venido represando una serie de exigencias laborales en materia no sólo salarial sino de condiciones generales de trabajo. Todas estas represas, ya muy tensionadas por la concienciación de los trabajadores sobre sus derechos y sus oportunidades en las condiciones de fuerte aceleración de la inflación que se produjo en la primera mitad de los años setenta, saltaron por los aires tan pronto como fue quedando de manifiesto que el viejo modelo paternalista vigilado por la policía de un régimen autoritario no podía continuar.

Supongo que hoy habrá unanimidad entre los historiadores en que aquél fue un fenómeno poco menos que inevitable, pero que en el contexto internacional en que se produjo estuvo a punto de acabar con la estabilidad económica del sistema y poner en grave riesgo la transición hacia la democracia. De ello nos salvaron en gran medida los Pactos de La Moncloa que pretendieron, en la filosofía propia de los Gobiernos socialdemócratas europeos de la época, moderar el crecimiento de los salarios privados compensándolo con el crecimiento del salario social, es decir del gasto público en programas salariales (lo que con el tiempo produciría un grave problema de déficit fiscal que sólo 20 años después empezaría a corregirse en toda Europa).

Sin embargo los Pactos de La Moncloa no fueron un instrumento muy fino de ajuste. Cuatro años después de firmados (1982) la inflación continuaba en el 14,5%, mientras que el déficit público había alcanzado la cota aproximada del 6% del PIB. La transacción entre salario privado y salario social no parecía muy equilibrada. El salario social crecía muy rápidamente mientras que la desaceleración de los costes privados del factor trabajo apenas se notaba. La economía perdía competitividad de manera muy rápida y las tasas elevadas de inflación iban acompañadas de niveles de desempleo cada vez mayores, a lo que también contribuía el afloramiento del desempleo oculto (mujeres sobre todo, pero también trabajadores marginales y poco cualificados) que asomaba al calor de la extensión del seguro de desempleo y de la red de oficinas del Inem.

El resultado era poco satisfactorio y conducía inevitablemente a la crisis de balanza de pagos y la consiguiente devaluación de la peseta. Pero esto permitía, en un país que se excusaba de las dificultades en la gestión de la política económica amparándose en los aspectos delicados que representaba, sin ninguna duda, la transformación consensuada del régimen político, ir tirando mal que bien.

Todo ello cambió con la entrada en la Unión Europea. La apertura obligada de nuestros mercados, el aumento de la competencia en los mismos de la oferta extranjera y su eventual traducción en pérdidas de puestos de trabajo en caso de deterioro de la competitividad trajo la evolución de los costes del factor trabajo al centro de la escena pues, aunque no teníamos inicialmente obligaciones cambiarias hasta que entramos en el mecanismo de regulación de cambio del sistema monetario europeo, la buena fe comercial, por un lado, y la masiva entrada de capitales, por otro, impedían a las autoridades utilizar la devaluación de la peseta como variable de ajuste. Entre 1982 y 1992 la peseta no sólo no se devaluó sino que se apreció por encima de lo que nos hubiera convenido.

La moderación salarial pasó a ser, pues, el nuevo leitmotiv. La discusión sobre la relevancia de la misma en las nuevas circunstancias económicas del país se constituyó en el foro de debate más importante. Los sindicatos se rebelaron contra lo que creían que representaba una coacción por parte de las autoridades (cuando insistían en la conveniencia de la moderación salarial) sobre su capacidad para negociar salarios. Los empresarios en aquel sexenio de rápido crecimiento (1985-1990) preferían perder en materia de moderación salarial antes que perder, en eventuales huelgas, las horas de trabajo necesarias para producir unos bienes que siempre encontraban demanda aunque subieran los precios.

El Banco de España, por su parte, practicaba una política monetaria restrictiva ante el repunte de la inflación a partir de 1988, lo que tensionaba el tipo de cambio de la peseta al alza y ponía en dificultades la situación financiera de las empresas españolas. Se iba construyendo así una situación con graves amenazas en el caso de una recesión económica y una pérdida de la confianza de los inversores nacionales y extranjeros, como luego se pudo ver en el bienio 1992-1993.

El aumento del desempleo que trajo consigo la recesión económica de aquellos años y el temor de que España pudiera quedar excluida por sus insatisfactorios datos macroeconómicos del proyecto de Unión Económica y Monetaria hicieron el milagro de convencer a todas las partes de la importancia crucial de la moderación salarial.

Los resultados de este convencimiento están a la vista: 13 años de crecimiento sostenido con fluctuaciones moderadas, la creación de más de seis millones de puestos de trabajo, una tasa de inflación baja incluso en momentos de fuerte tensión de precios en los mercados internacionales del petróleo y otras materias primas, la convergencia de nuestra renta per cápita con la de los países más ricos de Europa, un entorno de liquidez suficiente y bajos tipos de interés reales. Y también el reenfoque de nuestro debate económico hacia los temas capitales que no son los del ajuste macroeconómico y las reconversiones sectoriales -con toda la importancia que estos tienen- sino cómo garantizar el aumento de la producción por trabajador, cómo asegurar el predominio del emprendimiento y la investigación y cómo gastar más en formación y capital humano para que el desarrollo de nuestro bienestar sea sostenible.

Todo esto es demasiado bueno para que ahora, que ya no se habla de la moderación salarial porque la tenemos, la pongamos en peligro minusvalorando su importancia. Recordar esta cuestión de vez en cuando debería ser un ejercicio de higiene obligatorio.

Carlos Solchaga, Ex ministro de Economía

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