Administrar lealmente no es delito
Las dos grandes fusiones bancarias españolas, la del Banco Santander con el Central Hispano y la del Bilbao Vizcaya con Argentaria, han dado lugar a dos importantes pleitos penales. No han generado, en cambio, contenciosos ni administrativos ni mercantiles, lo que no deja de ser llamativo, habida cuenta de que en ambos casos se acusaba a los administradores de las entidades resultantes de hacerse ilegítimamente con pingües beneficios económicos.
El tema que implicó a Emilio Botín y a José María Amusátegui, por mor de una peculiar acusación particular, concluyó felizmente para ambos. Hace pocas fechas, igual resultado favorable ha alcanzado a Emilio Ybarra, ex copresidente del BBVA. Se le acusaba de haberse extralimitado en las facultades conferidas y en haber causado un daño patrimonial a su banco. Así, primero, un grupo de consejeros y, finalmente, para la Audiencia Nacional (AN), sólo él respondió por el ilícito contrato con una aseguradora de unos planes de pensiones para miembros del consejo de administración en detrimento de la entidad.
Pues bien, al Tribunal Supremo (TS), en su sentencia de 14 de noviembre de 2006, le ha bastado con leer la pertinente acta de la sesión de dicho consejo, que reflejaba el apoderamiento expreso para realizar tal operación, para llegar a la única conclusión posible: el acusado no se extralimitó en sus funciones, pues se encontraba debidamente facultado para celebrar el contrato en cuestión.
Sin embargo, dicha lectura no ha sido fácil. Ante lo poco explícito de la sentencia de instancia, el TS ha debido hacer uso de la facultad excepcional del artículo 899 de la ley procesal penal y proceder a la lectura de la causa y no sólo de los retazos que integran el recurso de casación. Y lo que es más grave: pese a sostener la AN la ilegalidad del acuerdo, no cita ningún precepto de ley alguna que haya sido vulnerado.
La acusación, quizás previendo esta objeción, intentó agrandar el tema: tales acuerdos nunca fueron ratificados por la junta general de accionistas de la entidad. Cierto es. No fueron ratificados por una simple razón: con antelación a dicha junta, por iniciativa del propio afectado, se deshizo la operación.
No acaba ahí el triste peregrinar del acusado por los tribunales hasta que, por fin, se ha esclarecido lo que siempre debió estar claro. Además de estar específicamente apoderado, el señor Ybarra, para hacer lo que hizo, lo hizo sin causar perjuicio al banco. No ya porque la operación se deshiciera, sino por algo mucho más sustancial: el buen fin de la misma estaba personalmente garantizado por él, siempre de acuerdo al contenido de las facultades otorgadas.
Por si fuera poco, no deja de llamar la atención que, pese al aireado perjuicio -que nunca se infligió-, no encontremos en las actuaciones una sola cuantificación del mismo. En materia de delitos patrimoniales es de todo punto imposible condenar a nadie sin que quede fijado el monto del perjuicio; éste es el elemento capital de los tipos penales en cuestión. Y el perjuicio dinerario ha de establecerse dinerariamente. Y tal ha brillado, como reconoce por fin el TS, por su ausencia.
Otrosí: la sentencia del alto tribunal delimita, a mi modo de ver, con claridad meridiana los conceptos de administración desleal, de administrador de patrimonios ajenos y de perjuicio. Las consecuencias que para la dogmática jurídico-penal deba tener esa sentencia exceden, con mucho, estas páginas. Pero es menester recordar algo tan elemental como lo que, de hecho, pone la sentencia sobre el tapete: las cosas son lo que son y no las alucinaciones que pretendemos. Pues bien, una vez absuelto alguien que nunca debió ser castigado y que durante la tramitación del proceso fue vilipendiado y arrojado al ostracismo económico y social, ¿qué vía le queda ahora para recuperar su prestigio y no aparecer ante los inquisidores de guardia como un ventajista con suerte?
Alguna experiencia lamentable también tiene quien esto escribe. En ocasiones, cuanto más decididamente se defiende la inocencia del imputado, más se reafirman los acusadores -y las resoluciones judiciales intermedias- en sus tesis. Al final, como aquí resulta, que no existía ni siquiera un hecho relevante. Alguien tiene que hacérselo mirar.
Joan J. Queralt Catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Barcelona y abogado