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Tribuna
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Friedman, paradigma de la libertad de mercado

El recientemente fallecido Milton Friedman ha sido durante décadas uno de los máximos referentes de la escuela neoclásica de pensamiento macroeconómico. Sobre todo en el debate existente dentro de la macroeconomía entre esta escuela neoclásica, partidaria del liberalismo económico, y la llamada escuela keynesiana, más proclive a aceptar la participación del Estado en el funcionamiento de la economía. Además, el entusiasmo con que propagó sus ideas hizo que éstas trascendieran el mundo meramente académico y que su nombre se asocie a posicionamientos políticos encuadrados en el liberalismo económico más radical. Su libro Libertad para elegir se convirtió en una de las referencias del liberalismo económico más militante.

Las aportaciones de Friedman al debate económico se remontan a la década de los sesenta, cuando lidera la oposición al paradigma keynesiano imperante, que creía que la política fiscal era el mejor instrumento de los Gobiernos para estabilizar sus economías y luchar contra las recesiones periódicas.

Friedman cuestionó esta visión. En su libro Historia monetaria de los Estados Unidos (firmado conjuntamente con Anna Schwartz), desarrolla esa tesis hasta el punto de explicar la gran recesión de los años treinta, no en términos keynesianos sino a partir de los errores cometidos por las autoridades monetarias, que realizaron políticas excesivamente contractivas, provocando la quiebra del sistema financiero y la consiguiente profundización de la crisis.

A pesar de esta visión monetarista de la realidad, Friedman no era muy optimista sobre la posibilidad de que los bancos centrales pudieran controlar muy eficazmente la economía. En una famosa comparecencia ante el Congreso en 1958, Friedman expuso su idea de que pese a lo tentador que puede parecerles a los Gobiernos compensar otros factores mediante cambios monetarios, el conocimiento que los bancos centrales tienen de las variables económicas no es suficientemente preciso ni sus instrumentos suficientemente útiles como para realizar la intervención necesaria, lo cual les llevaba a cometer errores que, frecuentemente, terminaban provocando en la economía males peores a los que se pretendía solucionar. Por este motivo le parecía que lo mejor que podían hacer los bancos centrales era simplemente aumentar la oferta monetaria al ritmo de crecimiento de la economía real.

Sus ideas tuvieron una gran influencia en los años setenta cuando las políticas de tipo keynesiano que habían funcionado aceptablemente bien en las últimas décadas dejaron de funcionar. Desde entonces, los bancos centrales adoptan una actitud prudente y fijan su objetivo primordial en el control de la inflación, aunque no se queden sólo en eso.

Otra de las grandes aportaciones de Friedman fue, en la década de los setenta, una mejor comprensión de las relaciones existentes entre paro e inflación. Hasta ese momento, y según la llamada curva de Phillips, se creía que un Gobierno sólo podía reducir el paro a costa de aceptar una mayor inflación y viceversa. A partir de la crisis de los setenta, la gran mayoría de economías desarrolladas empezaron a experimentar aumentos simultáneos del paro y la inflación que no concordaban con los que explicaban los modelos macroeconómicos aceptados hasta el momento.

Friedman, conjuntamente con Edmund Phelps (el último galardonado con el Nobel de Economía), incorporaron en los modelos el concepto de expectativas. Una vez éstas se incorporaban a los modelos, los agentes económicos podían modificar sus decisiones en función de las políticas esperadas, y tal como era el caso en los setenta, si esperaban políticas fiscales y monetarias expansivas podían ajustarse a esas expectativas (aumentando los salarios demandados o reduciendo la contratación de trabajadores) de tal manera que el resultado final era el aumento simultáneo de paro e inflación.

El pensamiento de Friedman ha dejado un legado evidente en la ciencia económica, pese a que el tiempo ha llevado a matizar sus recomendaciones más extremas. Sus posiciones maximalistas (por ejemplo, reduciendo el papel del banco central al mero aporte de liquidez al ritmo de crecimiento de la economía real) no son compartidas por muchos economistas neoclásicos. En cambio, la mayoría de los economistas keynesianos aceptan la imposibilidad de un intercambio a largo plazo entre paro e inflación.

Josep M. Comajuncosa. Profesor de Economía de Esade

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