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Tribuna
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Salarios, prejuicios y ganzúas

Al hablar de diferencias salariales se suele considerar a las mujeres víctimas de una estructura social que les impone cargas de las que no pueden sustraerse para concluir que están discriminadas, según la autora. En su opinión, este discurso niega a la mujer la presunción de inteligencia suficiente para decidir por sí misma

Las grandes verdades sobre las que asentamos nuestros juicios tienen a veces orígenes insospechados. La economía de la oferta que nutrió el programa electoral de Ronald Reagan y marcó la pauta de su política económica fue, según Edward E. Scharff, biógrafo de The Wall Street Journal, una invención del periódico, 'un acto de fanfarronería' con el que el Journal atacaba a la economía académica. Dos de sus periodistas tomaron unos cuantos esbozos de incipientes teorías bastante heterodoxas, los mezclaron, le dieron nombre y la consagraron en la página editorial.

La economía y la sociología son buenos caldos de cultivo para estos experimentos porque utilizan las dos claves del éxito: la estadística y la ambigüedad. Los números crean en el lector una sensación de confianza, de certidumbre. Y la ambigüedad al explicar cómo se han obtenido e interpretado le da al autor un halo de sabiduría y le garantiza que nunca se va a equivocar por completo.

Cuando además los datos hacen referencia a cuestiones polémicas y que generan diferencias ideológicas marcadas, hasta las personas con mejores intenciones sucumben a la tentación de utilizar las cifras para justificar sus opciones previas.

Un ejemplo evidente es el número de católicos. Si se cuenta por personas bautizadas, la inmensa mayoría de los españoles lo es, pero si se mide por la asistencia a la misa dominical, cae en picado, aunque volvería a subir si la medida fuera el porcentaje de funerales celebrados en las iglesias.

Esto no quiere decir que sea imposible saber cuántos creyentes hay en España. Simplemente sucede que, para saberlo, habría que establecer previamente qué se quiere medir, definir después el método de medida y, por último, poner sobre la mesa qué criterios de interpretación se van a utilizar. Pero como ni a los anticlericales ni a los propios clérigos les interesa demasiado saber a qué atenerse, se ahorran el esfuerzo, se mantiene abierta la controversia y sigue siendo posible utilizar datos contradictorios en los foros de negociación.

Algo parecido sucede cuando se habla de diferencias salariales entre hombres y mujeres. Se toman como referencia los salarios medios que calculan el Instituto Nacional de Estadística o la Agencia Tributaria, que no utilizan el mismo método, y se llega a una conclusión: las mujeres cobran menos que los hombres. Y se le añade un corolario: las mujeres sufren discriminación salarial.

Esta conclusión olvida que las estadísticas salariales tienen muchas lagunas. El grupo de expertos de la Unión Europea sobre género y empleo hizo público en 2002 un estudio, realizado por la Manchester School of Management, en el que se identificaban cuatro limitaciones en los datos nacionales sobre salarios: inexistencia de datos sobre salarios por hora; exclusión, total o parcial, de los salarios del sector público; falta de información sobre trabajadores a tiempo parcial, y exclusión de pequeñas empresas.

Un caso que ilustra por qué estas estadísticas deben tratarse con cautela es la diferencia salarial entre hombres y mujeres en la Administración pública, que está en una media del 18%. Si al hablar de salarios y sexo en la empresa privada puede argumentarse el efecto negativo para la mujer de la confidencialidad de los salarios, la sistemática derrota de la mujer frente al hombre al negociar su retribución -aunque haya estudios empíricos contradictorios sobre esta supuesta incapacidad femenina para conseguir lo que desea en el terreno laboral- o los comportamientos sexistas, en la Administración pública, donde los puestos de trabajo y sus retribuciones se publican en el BOE y los procesos de promoción están fijados por ley, estos elementos quedan excluidos.

La explicación que se maneja es que hay menos mujeres que hombres en los puestos más elevados del escalafón o en aquellos que tienen unos complementos retributivos más altos, que implican realizar una jornada de 40 horas semanales, en lugar de las 35 que rigen ahora en casi todas las Administraciones.

Puede interpretarse que las mujeres están discriminadas y por eso se las confina a los puestos con menores salarios; o que las mujeres, a la hora de decidir si optan o no a una vacante, evalúan el coste-beneficio del binomio incremento salarial/incremento horario y optan por mantenerse en el puesto con menor salario y mayor tiempo libre.

El discurso políticamente correcto excluye la segunda lectura, porque no admite que la mujer tenga capacidad de decidir, sino que la considera víctima de una estructura social que le impone cargas y responsabilidades a las que no puede sustraerse, y le niega la presunción de inteligencia suficiente para gestionar su vida y sus relaciones familiares de la forma que le produzca mayor satisfacción.

Afiliándose a este prejuicio, resulta superfluo tratar de mejorar el conocimiento sobre las diferencias salariales y sus causas, y buscarle remedio en los casos concretos en que sea fruto de la discriminación o de situaciones impuestas. Popper decía que el gran problema de Freud es que solamente tenía una explicación para todas las cosas, y que eso era como tener una llave que abre todas las puertas. Resulta muy cómodo, pero no es una llave. Es una ganzúa.

Elena Carantoña Socia de Management Between 2

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